9.8.25

Del Barroco al Algoritmo: El arte en la era de la inteligencia artificial

Desde sus orígenes rupestres, el arte ha sido un gesto de inscripción: en la caverna, en la piedra, en la piel, en el muro de la ciudad. Ha oscilado entre lo ritual y lo político, lo estético y lo documental. En Grecia, la mímesis forjó un ideal que aún palpita en el cine; en la Edad Media, el arte sirvió a la teología; en el Renacimiento exaltó la razón, el cuerpo, la perspectiva. La modernidad europea lo arrojó hacia la autonomía, el abismo y el desgarro.

Pero en América Latina —y hablo desde ahí— la historia del arte se ha trenzado siempre con un conflicto de lenguajes y de poderes: entre la imposición colonial y las formas de resistencia, entre la sacralidad impuesta y las astucias de la sobrevivencia. El barroco colonial, y en particular la Escuela Quiteña —con sus retablos recargados, sus cielos dorados, sus vírgenes de lágrimas suspendidas— no sólo educó mi mirada: me enseñó que el arte puede ser exceso, pliegue, disimulo, contradicción. Allí comprendí que la belleza no siempre consuela; a veces duele, inquieta, deslumbra sin piedad.

Esa experiencia barroca de la imagen —esa retórica visual que multiplica sus capas— resuena hoy, de manera extraña y ambigua, frente a las imágenes limpias, pulidas, casi quirúrgicas de la inteligencia artificial.

I. Una historia en etapas: del pincel al píxel

La historia del arte puede leerse como una sucesión de transformaciones técnicas y cognitivas. El arte rupestre fue rito. El clásico, proporción. El medieval, símbolo. El renacentista, perspectiva. El barroco, teatro. La modernidad, ruptura: del arte como representación al arte como pregunta. Duchamp torció el rumbo; el conceptualismo lo llevó al extremo.

Hoy vivimos otra inflexión: el arte ha devenido interfaz. La pantalla sustituye al lienzo, el código al trazo, el dato al gesto. Ya no se trata de representar el mundo, sino de simularlo, regenerarlo, hiperestimularlo. En ese desplazamiento se inscribe el arte de Refik Anadol.

II. El caso Anadol: del asombro al algoritmo

Refik Anadol es quizá el artista más visible del presente digital. No solo por su destreza técnica, sino por la maquinaria que respalda su carrera: Google, Microsoft, Nvidia, Intel, IBM, la NASA… nombres que evocan menos al arte que al poder, la vigilancia y el mercado.

Su obra más reciente, Living Memory: Messi – A Goal in Life, rinde homenaje algorítmico a la memoria corporal de Lionel Messi. Miles de horas de video, datos biométricos y registros digitales son recombinados para formar un ídolo de luz y sonido.

En el Kunsthaus Zúrich, Anadol presenta Glacier Dreams, una instalación inmersiva que traduce más de 100 millones de imágenes de glaciares en una experiencia sinestésica total: luz, sonido, aroma, movimiento. Una “pintura de datos” que se expande como sinfonía líquida en un cubo envolvente.

He regresado a esta obra tres veces. La primera, a fines de abril, con mi familia: salimos conmovidos, deslumbrados, en silencio. Hoy, bajo una lluvia persistente, vuelvo solo. El clima parece acompañar mejor la pregunta que queda: ¿qué vimos realmente? ¿Fue arte o proeza técnica? ¿Qué nos dice sobre el cambio climático más allá de convertirlo en espectáculo?

III. Crítica del espectáculo: luces que encandilan

The Economist  lo dijo sin rodeos: las obras de Anadol fascinan, pero no necesariamente interrogan. En Zúrich, el Neue Zürcher Zeitung calificó Glacier Dreams como “vacía de concepto”, dominada por la tecnología y su despliegue.

Es una crítica válida, pero quizás insuficiente. Porque lo que se produce ante obras así no es ausencia de ideas, sino un desplazamiento del sentido: el arte ya no es discurso, sino atmósfera; ya no es tesis, sino sensación. No hay narración, ni contexto, ni historia. Hay inmersión, hay captura.

Ese es el riesgo: un arte sensorial sin interrogación crítica puede convertirse en instrumento de seducción y distracción. Y en este punto, la relación con los grandes patrocinadores es inevitable. ¿Qué significa hacer arte sobre el colapso ecológico con fondos de bancos o corporaciones tecnológicas que participan, en parte, del desastre que denuncian?

IV. Ética del arte en la era de la IA

Anadol no es ingenuo. Defiende sus obras como alianzas entre ciencia, arte y tecnología. Ha acuñado términos como data sculpture o AI dreams. En piezas como Earth Dreams (Dubái) o Infinite Room: Bosphorus (Estambul), reutiliza datos ambientales para construir paisajes digitales de alta carga poética.

Pero esa poética —si no se problematiza— corre el riesgo de volverse decoración. En tiempos de crisis ecológica y alienación digital, no basta con producir experiencias bellas: la estética no puede sustituir a la ética.

El problema no es la herramienta. El problema es que la IA que lo hace posible se alimenta de estructuras nada neutrales: recolección masiva de datos, consumo energético descomunal, alianzas corporativas. Si el arte quiere ser crítico, no puede eludir estas contradicciones; debe, al menos, nombrarlas.

V. Epílogo barroco

Tal vez por eso sigo regresando a Glacier Dreams. Porque en su perfección técnica hay algo inquietante: un eco del barroco que no busca el equilibrio, sino el exceso. Como en las iglesias de Quito, donde la mirada no alcanza a abarcarlo todo, aquí el cuerpo se pierde en un mar de estímulos. Pero mientras el barroco colonial era un arte de la fe, este nuevo barroco digital es un arte de la fascinación.

Y la fascinación, como sabemos, puede ser preludio del silencio… o de la sumisión.

Mi esperanza es que, en algún punto de este vértigo algorítmico, el arte vuelva a ser pregunta. Que no renuncie al pensamiento. Que no olvide que su tarea no es sólo encantar, sino despertar. Aunque para ello deba desconectarse del flujo. Aunque tenga que tallar, otra vez, sobre piedra.

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Yo, Refik Anadol, artista

Nací en Estambul en 1985, en una ciudad que respiraba historia mientras se transformaba en metrópolis digital. Desde niño, me fascinó ese di...