16.4.06

Interlunio y "moscas"

Como la mayoría de personas que trato cotidianamente, disfruto estos días de un feriado prolongado que por estas tierras va hasta el lunes. Sólo el martes regresaremos a nuesros sitios de trabajo —los niños y adolescentes, que asisten a escuelas y colegios, lo haran sin embargo el 2 de mayo; en el cantón de Zürich, las dos semanas que vienen corresponden a las vacaciones de primavera; por cierto, nada alegres esta vez pues, en los días últimos, anoche, o en este mismo momento, no deja la lluvia de recordarnos su presencia, a ratos insistente, de manera fugaz otros, a la mano, en todo caso cuando alzamos la vista y damos con un cielo plomizo—. Estas horas de clima poco amable nos disponen a permanecer en casa, relajadamente, donde las posibilidades de descanso y disipación, de entretenimiento, se muestran más generosas que si nos asomásemos a la intemperie. A mi, de buen agrado, me sirven para poner papeles en orden, rever cosas pendientes u olvidadas, clasificarlas, deshacerse de algunas; es decir, para aligerar el equipaje con el que vamos por los días. De cabeza en este afán doy con “recortes varios”, de prensa y revistas, pezcados aquí y allá, puestos en el portapapeles con alguna nota al margen y la promesa de ser tratados en serio y dedicado el tiempo que se merecen “más adelante”. Como es de suponer, ese “más adelante” se prolonga cada vez más, mientras la realidad trepida y pare sin pausa nuevos asuntos, por lo general, igual de interesantes que esos que empiezan a alejarse en el tiempo “y no fueron tratados con la calma y tiempo debido”. Uno de esos papelitos, a punto de caer en la papelera, acaba de romper mi afan ordenador y, puesto que me rodea la distención, empujarme hasta el escritorio —vamos a ver qué cosa sale de ello.

Pero antes de pasar a ese asunto pendiente, una notita, que a lo mejor interesa a alguién: el profesor Eduardo Becerra, catedrático de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Madrid, ha escrito un comentario a la novela última de Javier Vásconez, El retorno de las moscas, que vale la pena revisar.

11.4.06

San Martín y The Economist

Hace poco hice aquí una alusión al semanario británico The Economist, a propósito del comentario hecho en sus páginas del paro de labores impulsado por los movimientos indígenas ecuatorianos (una nota anterior daba cuenta de las características especiales de las rosas ecuatorianas, su producción y comercialización en los mercados internacionales). Como quedó dicho entonces, esta revista comenta de manera ejemplar los asuntos del mundo. En estos días, sin embargo, sucede lo contrario, el semanario es “el tema” entre los medios que trabajan con seriedad la información y los análisis de los suscesos que estructuran y amenazan el mundo. Hay una razón, su director, Bill Emmott, acaba de dejar el cargo. Se va, sin embargo, con los aplausos y la admiración de al menos un millón de personas, que sería el número de sus lectores si nos remitiésemos al tiraje de esta revista. No es de extrañar tanta distinción. En un mundo empapelado de diarios, semanarios, periódicos y publicaciones de todo tipo, dar con una que cultiva cualidades en baja, como es tener un punto de vista independiente y riguroso, no supeditado al poder —político, monetario, social, etc— y las tendencias de la naturaleza que sean, sube el ánimo de todo lector que tengan como valores a defender y seguir las libertad de los individuo y las sociedades.

Acabo de leer un artículo en ABC, de Eduardo San Martín quien define con amplitud y agradecimiento lo que este semanario le significa al mundo. Lo copio a continuación y, de paso, dispongo el link a un análisis que complementa esta visión, escrita hace un par de meses por Angel Arrece.
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A quien interese, he dispuesto en la sección comentarios la carta de despedida de Bill Emmott, A long goodbye (como el título de la hermosa novela de Raymond Chandler).


ABC, de España
Lunes 10 de abril de 2006
El mejor periodismo
Eduardo San Martín

«TRES cuartas partes de descripción de los hechos y una parte de opinión sólidamente construida y de análisis argumentado». Esta es la sencilla (¿o no lo es tanto?) fórmula que ha convertido a un venerable semanario liberal, originariamente nada preocupado por su difusión, en la publicación tal vez más influyente del mundo y, en todo caso, en una de las más respetadas. Desde 1843 hasta nuestros días, la historia de The Economist constituye el relato de una adhesión intransigente a esos principios. Y así la recuerda en su despedida el último director de la revista, Bill Emmott, que deja el cargo, en el ecuador de la cincuentena, después de una gestión de trece años en la que la revista ha experimentado una expansión que jamás podrían haber soñado sus fundadores, el escocés James Wilson, sombrerero y librecambista, y su yerno Walter Bagehot, auténtico inspirador del espíritu de la publicación.
Ciento sesenta años de perseverancia en unos principios y, como recompensa, el reconocimiento general. ¡Qué ejemplo para quienes, muy cerca de nosotros, tratan de conseguir apenas una brizna de esa misma influencia en el cortísimo plazo, utilizando en ese empeño el atajo de informaciones compuestas por tres cuartas partes de una opinión ramplona escasamente construida y plagada de argumentos ad personam desprovistos de toda piedad, y apenas una parte de hechos previamente filtrados a través del tamiz de sus propios juicios de intenciones!
No existen atajos en la conquista de la excelencia. Después de la Segunda Guerra Mundial, es decir, un siglo después de su fundación, The Economist seguía siendo una revista de minorías. Sólo entonces pasaría de los 18.000 a los 55.000 ejemplares, y no alcanzaría los 100.000 hasta 1970. Hoy, apenas 35 años más tarde, la revista vende un millón de ejemplares, cuenta con uno de los departamentos de publicaciones especializado en Economía y Política Internacional más prestigiosos del mundo y constituye la referencia obligada del pensamiento liberal contemporáneo.
Además de ese liberalismo intransigente que le ha llevado a ser la única publicación de su rango que viene defendiendo desde hace más de tres lustros la legalización controlada de las drogas, otras tres virtudes han contribuido a crear la aureola que envuelve al mito The Economist. La primera, la audacia. Reputada de manera muy simplista como publicación «conservadora», la revista se ha adelantado a su tiempo en asuntos que comportaban no pocos riesgos para un publicación del Reino Unido, desde la defensa de la introducción del sistema métrico hasta su matizado apoyo al euro, pasando por la propuesta de un referéndum sobre la corona británica, de la que el propio Emmott llegó a afirmar que se trataba de «una idea cuyo tiempo ha pasado».
El anonimato es la segunda. Estoy seguro de que la inmensa mayoría de los lectores del semanario nos hemos enterado de que Emmott era el director cuando hemos leído su Despedida la semana pasada, un raro privilegio —el de firmar públicamente un artículo— que casi sólo se concede a los directores salientes. Ninguna otra información se signa, con excepción de los dossiers especiales. Escritores anónimos pero no periodistas cualesquiera: el espía Kim Philby y tres políticos que llegarían a primeros ministros en su países —Asquith, FitzGerald y Einaudi— formaron parte de esa discretísima nómina.
Finalmente, la humildad. La que se manifiesta, frente al virus de la soberbia que infecta los periódicos de todo el mundo, en un permanente reconocimiento de los errores propios. O la que lleva a Emmott a explicar la posición de la revista favorable a la invasión de Irak con el gallardo argumento de que «incluso cuando se opta entre lo malo y lo peor, uno está obligado a elegir». La columna «Mrs. Moneypenny» del Financial Times le despedía así: «Aunque su modestia le llevará a rechazar la descripción, desde su puesto en The Economist debe de haber sido uno de los hombres más influyentes del mundo desarrollado y, posiblemente, también del que está en vías de desarrollo». Desde el anonimato y la humildad. Una lección.

7.4.06

Crónicas

Letras Libres de abril, en la columna Diábolos dedicada a Artes y medios, donde se comenta de manera suscinta películas y videos considerados destacables en el mes, trae un comentario poco encantado de Crónicas, del director ecuatoriano Sebastián Cordero. No habrá que poner en entredicho los calificativos de Mauricio Montiel Figuieras, el escritor que firma la nota, buen mirador de cine. Sin embargo, me habría gustado leer un texto más amplio, con una argumentación mejor dispuesta —pero ni modo, formatos son formatos. Para observar mejor el punto de vista y gustos del reseñista copio también uno de sus comentarios anteriores, el de diciembre 05 dedicado al film de Jarmusch.

Crónicas, de Sebastián Cordero
Por Mauricio Montiel Figueiras

Nacido en Quito en 1972, Cordero escribe y dirige su segundo largometraje –lo antecede Ratas, ratones, rateros– con el apoyo de Alfonso Cuarón y Jorge Vergara. Tibia crítica al poderío de la televisión, Crónicas cuenta con un reparto bilingüe (John Leguizamo y Alfred Molina, Leonor Watling y José María Yazpik) que nunca logra transmitir la fuerza del tema: la caza del Monstruo de Babahoyo, asesino en serie que funge como trasunto ecuatoriano de Andrei Chikatilo, el homicida ruso que cobró más de cincuenta víctimas jóvenes entre 1978 y 1990. Lo mejor del filme es Damián Alcázar, que encarna a un vendedor ambulante que puede o no ser el criminal; lo peor, que la duda se despeja demasiado pronto. ~


Flores rotas, de Jim Jarmusch

Como no es común que las almas gemelas coincidan en un mismo proyecto, sobre todo en el cine estadounidense contemporáneo, este filme, ganador del Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes, asombra y conmueve justo gracias al cruce de dos talentos hermanados por la contención dramática y la ironía melancólica. El dúo Jarmusch—Bill Murray ofrece una reinvención del mito de Don Juan en la que campean los elementos típicos tanto del director, que ha redefinido el minimalismo, como del actor, que ha relevado a Buster Keaton. Disfrazada de road movie, la película es en el fondo una triste reflexión sobre la pérdida y los afectos inconclusos, que merece desde ahora un sitio de honor en el panteón del siglo xxi. Inmejorables las cuatro actrices que dan vida a las ex amantes del seductor en decadencia. -

2.4.06

Milton Hatoum

Esta tarde he pasado leyendo y corrigiendo el comentario escrito de un amigo a la novela última de Milton Hatoum, Cinzas do norte (Companhia de Letras, São Paulo 2005). Bueno, en verdad no fue un texto sino que fueron dos: el original escrito por mi amigo en alemán, su lengua materna, y la versión en castellano traducida (o reescrita) por él mismo. Más allá de la admiración que me causó su destreza con una lengua ajena, pensé a ratos, en los tramos difíciles, que, antes que corregir ese comentario, habría sido mejor traducirlo del original directamente. Pero ni modo, hicé lo que debí y ahora el trabajo ha quedado hecho (acabo de remitirlo) y, pese a ello, o consecuentemente, me he puesto intranquilo pues me atraparon de pronto las ganas de leer cuanto antes la novela al que se refiere el comentario de marras.

Hace más de una década, un lunes a inicios de octubre, desayuné con Milton Hatoum (Manaos 1952) en un hotel del centro de Zürich. Quería entrevistarlo. Él estaba de paso por la ciudad, venía de Francfort, de presentar la versión alemana de su entonces primera novela, Relato de un cierto oriente, publicada por la prestigiosa editorial Suhrkamp. Entonces, apenas sabía yo algo de la literatura de Brasil. De los narradores, conocía a Machado de Asís, Guimaraes Rosa, Jorge Amado y ese duro y magnífico escritor de relatos, Ruben Fonseca, autor de Feliz cumpleaños y la novela El gran arte. De sus narradoras a Clarice Lispector y Nélida Piñon. Un puñado en verdad exiguo si uno quiere hacerse una idea de las realidades múltiples que conforman el vasto Brasil. Con la poesía me pasaba algo parecido: salvo los poemas de unos pocos de sus poetas, de Cabral de Melo Neto, de Ferreira Gullar, autor del legendario Poema sucio, y Haroldo de Campos (cuyo poema Galaxias lo tradujo a nuestra lengua el ecuatoriano Paco Benavides), nada sabía.

Durante ese desayuno hablamos de los autores del Boon latinoamericano, Rabelais y Rulfo, de Juan Montalvo y Euclides da Cunha, autor de ese clásico brasileño, Los Sertones, libro en el que se basó Vargas Llosa para escribir su Guerra del fin del mundo. Antes de despedirme de Milton, intercambiamos direcciones y le desee un buen viaje de retorno a su país. La entrevista planeada se transformó en diálogo y, a decir verdad, se malogró. Sin embargo, salí del hotel de buen ánimo, me perdí por las callecillas del casco viejo de la ciudad, repasando la conversación y la buena impresión que me causó este brasileño que estudió alguna vez arquitectura y literatura, primero en su país, luego en Madrid y París. Salí con vivas referencias de unos pocos nombres que luego me serían familiares, como el de Raduan Nassar, por ejemplo —el Rulfo brasileño, como lo llama Hatoum—, autor de Labor arcaica (1975), una novela breve (publicada hace más de dos decadas en la vieja Alfaguara, esa de portadas plomo-moradas) u Osman Lins, autor de Avalovara.

Con tres novelas hasta la fecha, Milton Hatoum es uno de los escritores brasileños vivos más importantes de su país. Pero, en otro sentido, es también uno de esos escritores cuyos libros corretean por lenguas diversas, con destinos incomparables entre sí; paradógicos, en verdad: pues, mientras en lengua germana, sin ser un best seller, es un autor de reconocido prestigio (su dos novelas anteriores, las publicó Suhrkamp Verlag, primero en pasta dura, luego en ediciones de bolsillo), como lo es en Francia —donde las ha publicado Seuil, conocida casa editorial—, un poco menos en el mundo de lengua inglesa (lo publica Bloomsbury), en nuestra lengua es apenas conocido; o peor aún, es un desconocido célebre a pesar de los esfuerzos hechos por Akal, su casa editora que ha publicado hasta ahora Relato de un cierto oriente e Historia de dos hermanos.

Es obvio que el tamaño que una casa editorial tiene en el mercado influye directamente en el conocimiento que puede procurar o no a sus lectores sobre una obra o un autor. Desde el punto de vista comercial, ello es irrebatible; sin embargo, sabemos también que este condicionante, cuando se trata de una buena obra, puede quebrase y dejar de ser un impedimento para llegar a oídos de algún lector atento. Quisiera pensar que es esto lo que sucede con la obra de Hatoum en lengua hispana, y que en cualquier momento, ésta llegará a un par de críticos solventes cuya voz se deja escuchar mejor en el ámbito de nuestra lengua y nos persuade con buenas armas. Quisiera pensar esto último, pero me viene a mientes una frase de Octavio Paz escrita hace más de tres décadas, en Puertas al campo: en Latinoamerica, la lengua castellana da las espaldas a sus vecinos brasileños; vivimos de espaldas a una realidad que también nos contiene. A la inversa no.

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Textos de Milton Hatoum
El continente de la literatura brasileña
La travesía del lenguaje, Pasión y delirio en Clarice Lispector

Un abrazo ecuatoriano-mexicano

Por mero equilibrio es necesario contraponer pesos – para no dar un mal paso. Las relaciones diplomáticas de Ecuador y México están rotas de...