21.6.05

De Villena sobre Gangotena

Babelia, el suplemento semanal de libros del diario español El País, del pasado sábado 18 de junio, trae un interesante comentario sobre la antología de poesía de Alfredo Gangotena, aparecida hace unos dos meses en Visor. El comentario lo firma Luis Antonio de Villena, un poeta que admiro. Tengo entendido que de Villena es un personaje al que los medios de comunicación tratan con deferencia y, cuando la ocación, dedican espacios generosos a su charla o el comentario de sus diferentes publicaciones. Tengo entendido que le gusta hablar de muchos tópicos y comentar por escrito sólo de los que en verdad llaman su atención. Esto es lo que he percibido al leer el texto que el poeta español dedica a la Antologá del ecuatoriano. A lo mejor les interesa.



Un ecuatoriano en París

Luis Antonio de Villena

Hijo de una familia de terratenientes, Alfredo Gangotena nació en Quito (Ecuador) en 1904. En 1920 su padre lo envió a culminar el bachillerato en París, donde se haría después —sin excesiva voluntad— ingeniero de minas. Vivió pues unos diez años en París hasta su regreso a Quito —confirmado ya que padecía hemofilia— en 1930. Como otros latinoamericanos que vivieron en París (capital de la modernidad en ese momento), su despertar y entrega caudalosa a la literatura ocurre en aquel trepidar de vanguardias que primaban la imagen sobre el discurso, y con la fascinación por el francés como lengua de cultura. Aunque publicó primeramente poemas sueltos, en español, en diversas revistas de América, Gangotena estalla como poeta en francés, y con una clara vinculación vanguardista, que pronto se hará surrealista. Imposible entonces no poner en relación la obra de Gangotena (especialmente sus dos principales libros en francés, Orogénie —1928— y Absence —1932—, publicado ya en Quito, a cuenta del autor) con la poesía en francés del chileno Vicente Huidobro y del peruano César Moro, este último más cercano a Gangotena. Para los tres el francés representa la lengua de la modernidad, cerficada por amigos como Cocteau, Henri Michaux, Supervielle o Breton. Pero como todos volvieron a sus orígenes, Huidobro se ha salvado en la Historia como poeta en español, y hasta Moro por su La tortuga ecuestre, uno de los mejores libros surrealistas en nuestra lengua. Justa o injustamente —pues no perseveraron en ese camino— en francés no dejan de ser una anécdota, no sé hasta qué punto luminosa. Ningún francés —que yo sepa— ha hecho ese estudio.

Ya en Quito, Gangotena sufrió la ausencia del mundo cultural de París y se desesperó. Con todo, acompañó a Michaux a los Andes y a la Amazonía, viaje del que surgiría el libro del francés Ecuador. Pero Gangotena volvió al español (logró, en cierta medida, recuperarse de una ausencia en no poca medida metafísica) y escribió en nuestra lengua Tempestad secreta, que sería su último libro, editado a su costa, en 1940. Una parte de Orogénie se titula “L’orage secret”, es decir, tempestad secreta, pero son obras del todo distintas.

Como dice Adriana Castillo, “el elemento que crea universos es, precisamente, la imagen”. Como imaginista —o creacionista— empieza la poesía de Gangotena, imagen sobre o contra imagen. Pero muy pronto (en sus libros) se tornan vecinas al surrealismo, en un auténtico chorro de fulgores y onirismos, brillantes sin duda y nada fríbolos (todo en Gangotena posee un claro fondo de tragedia, de búsqueda espiritual, de allendidad más omenos frustrada), pero que contemplados desde hoy (en 1928 eran modernidad evidentemente) resultan excesivamente retóricos, pues hoy sabemos —basta leer a Breton— que el surrealismo vuelto escuela lexicalizó su retórica de imágenes irracionalistas. “L’hymme exultat de la parole nous soutient” (el himno exultante de la palabra nos sostiene), escribe Gangotena fiel a su discurso. Cierto que, a medida que avanza su producción, el elemento espiritualista o metafísico va ganando terreno al aluvión de imágenes, que nunca desaparece del todo: “Ventanas perdurables: chorreando venas, me confundo con la espesa arcilla de la noche. / ¡Oh Esposa mía, de soledad en soledad repercutes en mis golpes! / (...) Me deshaces en sudores, años, mares y otros continentes”. El poema ha adelgazado algo su borbotón surrealista, pero sigue siendo un grato báratro imagístico en búsqueda de hondura, salvación o destino. En busca... Hasta dónde hubiese podido llegar la brillante y abundosa poesía de gangotena (recordado apenas por Neruda en Confieso que he vivido) no lo sabemos, pues el ecuatoriano murió a los 40 años, víctima de las muchas complicaciones de la hemofilia.

El presente libro es una antología, y bien traducida, pero necesitaríamos conocer entero Tempestad secreta —y yo no lo conozco— para saber el papel que Alfredo Gangotena (recordado en Francia sólo como una curiosidad, en la gloria general del genérico surrealismo) pueda tener en la poesía en lengua española. Muy distinto y muy parejo a César Moro, no sería poco certificar que lo que en el peruano era desgarrada sensualidad, en el ecuatoriano fue turbulento y laico misticísmo. En cualquier caso, un episodio casi secreto de la poesía que merece ser conocido. La respuesta —¿hasta dónde llegó?— está en aire, todavía.


Referencia:
Antología
Alfredo Gangotena
Varios traductores
Visor, Madrid, 2005-06-21 269 páginas. 14 euros

12.6.05

Sáer muere

El pasado 29 de abril, sin que él reparase en ello, seguí su juego: me quedé viéndole cómo miraba a las gentes que transitaban por el pequeño corredor del Säulenhall de Solothur, una pequeña ciudad suiza ubicada al noroeste del país. Llevaba un abrigo azul con las solapas del cuello levantadas hasta las orejas, las manos cruzadas a la espalda, los cabellos canosos, lentes, la piel arrugada. El invierno había pasado pero parecía que él acabase de abandonarlo hace sólo unos minutos. Antes lo había visto en fotos de revistas y periódicos o en las contratapas de sus libros. Lo había imaginado más alto y robusto de lo que en ese momento mostraba su cavilante humanidad en medio de personas que transitaban por el corredor y se detenían a hojear, preguntar, conversar entre ellas ante los estantes de libros e información allí dispuestos.

El pasado abril se llevó a cabo el 27. Solothurner Literaturtage , un festival literarario anual al que suelen venir invitados autores de distintos países, de distintas literaturas. Este año, entre los escritores de lengua española estuvieron Tomas Eloy Martinez, Carmen Posadas, Carlos Ruiz Safón, Enrique Vila-Matas y Juan José Sáer.

Con los libros de Sáer he tenido una relación especial. Los descubrí hace unos diez o doce años (publicados en Destino y Seix Barral-Biblioteca Breve) pero no pudé acceder a sus contenidos a pesar de los intentos varios que, entonces, mi afan les procuró. Años después, por exigencias académicas debí analizar uno de sus relatos (ya no recuerdo el nombre de éste pero era la historia de un indigena hacia los tiempos de la conquista española) cuya lectura y relectura provocaron en mí apenas indiferencia. Pero entonces “tenía que” escribir mi comentario, escribir un breve ensayo sobre un artificio verbal cuyo funcionamiento no lograba captar mi interés. Hicé un texto olvidable que apenas contribuyó a curar mi miopía ante los trabajos del autor argentino

(supongo que esa indiferencia era forzada, hija del prejuico y la animosidad: me incomodaba entonces que la talentosa profesora que nos daba literatura —un prodigio de virtudes y capacidades, en el dominio de lenguas y teorías— tuviese una visión parroquiana o, sencillamente, ignorara hechos y obras fundamentales de la literatura “universal”: me molestaba entonces que la literatura en la universidades fuese un territorio urbanizado, como las ciudadelas-islas, en donde los especialistas, digamos en literatura francesa e inglesa, nada saben ni les interesa saber de, por ejemplo, Dante, Petrarca, Curzio Malaparte o Lampeduza o de lo que sucede en otras literaturas —la portuguesa o, peor aún, la rusa, la húngara, checa, sueca o cualesquier otra lieratura cuya lengua no tiene muchos hablantes pero ha tenido o tiene autores que han sabido captarla y ponerla a volar por el tiempo—. Hoy esa percepción mía de la literatura ha mudado sus plumas: no me molesta que la literatura y sus oficiantes tejan sus días en centros hiperurbanizados o los pasten por parajes, praderas peligrosas o desolados caminos).

Pero un día mi admiración por Sáer se abrió paso en mi altar portatil; nació al leer sus ensayos (La narración-objeto, El concepto de ficción): una mirada del mundo en la que los temas, casi siempre literarios, dan vueltas no sólo por bibliotecas, bancos de datos y archivos, sino persisten en esa manera antigua de arriezgar las palabras en lo que se cuenta y tentar la construcción de un punto de vista-puente entre épocas, literaturas, estilos y tradiciones distintos. En textos como esos la buena escritura y la calidad de la información que lo trenzan dejan de ser un fín solamente. Son eso y pasan a ser otra cosa, una tentativa que anda siempre de caza, una tentativa cuya finalidad es incierta.

Empecé entonces a leerlo y he seguido haciéndolo. Lo último fue un texto sobre la traducción del Ulises de James Joyce. Hasta antes de abordarlo —y pese a haber trabajado con ese libro— no sabía nada de J. Salas Subirat , el argentino que hizo la primera versión española de la novela del irlandes. Lo que él cuenta allí del traductor —adozado con anécdotas—, de sus esfuerzos por encontrar un equivalente en nuestra lengua, en principio imposible, celebra y esclarece.

Hoy, al revisar el suplemento Radar, de Pagina 12, de la edición de este día (12.06.05) me informo de la muerte de Juan José Sáer, en París, ciudad en la que residía desde hace algunos años. Supongo que un mal lector de su obra, agradecido por unos pocos de sus textos, puede también sentir su muerte. No son otra cosa estas pocas líneas que lo recuerdan. Paz en su tumba.

Un abrazo ecuatoriano-mexicano

Por mero equilibrio es necesario contraponer pesos – para no dar un mal paso. Las relaciones diplomáticas de Ecuador y México están rotas de...