10.8.25

Yo, Refik Anadol, artista

Nací en Estambul en 1985, en una ciudad que respiraba historia mientras se transformaba en metrópolis digital. Desde niño, me fascinó ese diálogo entre lo antiguo y lo nuevo: los mosaicos bizantinos junto a las pantallas de los cibercafés. En mi ciudad estudié Bellas Artes en la Universidad de Bilgi, donde me licencié en fotografía y video en 2009 he hice una una maestría en comunicación visual en 2011. Sin embargo, fue en la UCLA de Los Angeles donde descubrí que mi verdadero medio serían los algoritmos y los datos. Mi carrera ha sido un viaje constante entre estos dos mundos: trabajando con Frank Gehry para dar vida digital a sus estructuras, colaborando con la NASA para visualizar lo invisible del cosmos, hasta llegar a mis actuales instalaciones inmersivas que transforman millones de datos en experiencias sensoriales.  


Algunos críticos señalan que al trabajar con gigantes tecnológicos como NVIDIA o Google, me he convertido en un artista corporativo. A esto respondo: ¿acaso los grandes maestros del Renacimiento no dependían del mecenazgo de príncipes y papas? La creación artística siempre ha requerido recursos, y hoy estos vienen de la tecnología. Pero pongo límites claros: rechazo cualquier proyecto con aplicaciones militares o de vigilancia. Cuando el Kunsthaus de Zúrich o el MoMA exhiben mis obras, no son solo espectáculos tecnológicos: son preguntas sobre cómo recordamos, cómo soñamos y cómo interactuamos con la inteligencia artificial en nuestra vida cotidiana.  


Otro cuestionamiento frecuente es sobre la "perfección" de mis obras. Críticos como los del NZZ argumentan que mi estética pulida elimina el error humano, ese rasgo que tradicionalmente ha dado autenticidad al arte. Aquí discrepo: en la era digital, la belleza perfecta puede ser tan subversiva como lo grotesco. Mis algoritmos no buscan ocultar su naturaleza artificial, sino celebrarla. Cuando transformo 100 millones de imágenes de glaciares en una instalación como "Glacier Dreams", no estoy embelleciendo la crisis climática: estoy haciendo tangible la escala masiva de datos que documentan nuestro planeta cambiante.  


Sobre los públicos del arte, tengo una visión incluyente. Los museos tradicionales siguen siendo importantes, pero me interesa igualmente ese niño que interactúa con mis proyecciones en un hospital, o ese transeúnte que se detiene frente a una fachada arquitectónica transformada en lienzo digital. El arte no debería requerir un doctorado para ser apreciado. Por eso acepto encargos de espacios como The Sphere en Las Vegas: porque llevan el arte a personas que quizás nunca pisarán un museo tradicional.  


Mi trabajo actual explora cómo la IA puede ampliar (no reemplazar) la creatividad humana. Cuando un algoritmo genera paisajes a partir de datos climáticos o archivos históricos, no está creando arte por sí solo: está respondiendo a parámetros que artistas humanos hemos establecido. Esta colaboración entre humano y máquina es el territorio más emocionante del arte contemporáneo.  


Termino con una reflexión: no aspiro a que mis obras sean estudiadas en siglos venideros como reliquias. Prefiero pensar en ellas como códigos abiertos, como puntos de partida para que otros artistas, humanos y artificiales, continúen explorando. El futuro del arte no está en la preservación, sino en la evolución constante. Y en este futuro, espero que las barreras entre lo humano y lo digital, entre el museo y la calle, entre el artista y el espectador, sigan difuminándose.  


——-

Refikanadol.com

Refik Anadol TED

Una conversación con Refik Anadol





9.8.25

Del Barroco al Algoritmo: El arte en la era de la inteligencia artificial

Desde sus inicios rupestres, el arte ha sido un gesto de inscripción: en la caverna, en la piedra, en el cuerpo, en la ciudad. Su función ha oscilado entre lo ritual y lo político, lo estético y lo documental. En Grecia, la mímesis configuró un ideal que aún resuena en el cine; en la Edad Media, el arte sirvió a la teología; en el Renacimiento, exaltó la razón, el cuerpo y la perspectiva. La modernidad europea lo empujó hacia la autonomía, el abismo y el desgarro.

En América Latina —y hablo desde ahí— la historia del arte se ha tejido en el conflicto de lenguajes y de poderes: entre la imposición colonial y las formas de resistencia, entre la sacralidad impuesta y las astucias de la sobrevivencia. El barroco colonial, y en particular la Escuela Quiteña —con sus retablos recargados, sus cielos dorados, sus vírgenes de lágrimas suspendidas— no sólo educó mi mirada, sino que me mostró que el arte puede ser exceso, pliegue, disimulo y contradicción. Allí aprendí que la belleza no necesariamente consuela; también puede doler, inquietar y deslumbrar sin piedad.

Esa experiencia barroca de la imagen, de la retórica visual que multiplica sus capas, resuena hoy, de manera extraña y ambigua, ante las imágenes limpias, rotundas, perfectas de la inteligencia artificial.

I. Una historia en etapas: del pincel al píxel

La historia del arte puede leerse como una historia de transformaciones técnicas y cognitivas. El arte rupestre fue rito. El arte clásico, proporción. El medieval, símbolo. El renacentista, perspectiva. El barroco, teatro. La modernidad, ruptura: del arte como representación al arte como pregunta. Duchamp desvió el camino; el conceptualismo lo radicalizó.

Hoy vivimos otra inflexión: el arte ha devenido interfaz. La pantalla sustituye al lienzo, el código al trazo, el dato al gesto. No se trata ya de representar el mundo, sino de simularlo, regenerarlo, hiperestimularlo. En ese desplazamiento se inscribe el arte de Refik Anadol.

II. El caso Anadol: del asombro al algoritmo

Refik Anadol es quizá el artista más visible del presente digital. No solo por su talento técnico, sino por la maquinaria que respalda su carrera: Google, Microsoft, Nvidia, Intel, IBM, la NASA… nombres que remiten menos al arte que al poder, la vigilancia y el mercado.

Su obra más reciente, Living Memory: Messi – A Goal in Life, rinde homenaje algorítmico a la memoria corporal de Lionel Messi. Miles de horas de video, datos biométricos y registros digitales son recombinados para formar un ídolo de luz y sonido.

En el Kunsthaus Zúrich, Anadol presenta Glacier Dreams, una instalación inmersiva que traduce más de 100 millones de imágenes de glaciares en una experiencia sinestésica total: luz, sonido, aroma, movimiento. Una “pintura de datos” que se despliega como sinfonía líquida en un cubo envolvente.

He visitado esta obra tres veces. La primera, a fines de abril, con mi familia. Todos salimos conmovidos, deslumbrados, silenciosos. Hoy, bajo una lluvia insistente, he regresado solo. El clima acompaña mejor la pregunta que queda: ¿Qué vimos realmente? ¿Fue una obra o una proeza técnica? ¿Qué nos dice sobre el cambio climático más allá de convertirlo en espectáculo?

III. Crítica del espectáculo: luces que encandilan

The Economist lo ha señalado sin rodeos: las obras de Anadol fascinan, pero no necesariamente interrogan. En Zúrich, el Neue Zürcher Zeitung calificó Glacier Dreams como “vacía de concepto”, dominada por la tecnología y su despliegue.

Es una crítica válida, pero quizás incompleta. Porque lo que se produce ante obras así no es una ausencia de ideas, sino una transferencia de sentido: el arte ya no es discurso, sino atmósfera; ya no es tesis, sino experiencia. No hay narración, ni contexto, ni historia. Hay inmersión, hay captura.

Ese es el riesgo: un arte sensorial sin interrogación crítica puede devenir instrumento de seducción y distracción. Y en este punto, la relación con los grandes patrocinadores es inevitable. ¿Qué significa hacer arte sobre el colapso ecológico con fondos de bancos o empresas tecnológicas que son, en parte, responsables del desastre que denuncian?

IV. Ética del arte en la era de la IA

Anadol no es ingenuo. Él defiende sus obras como alianzas entre ciencia, arte y tecnología. Ha acuñado términos como data sculpture o AI dreams. En obras como Earth Dreams (Dubái) o Infinite Room: Bosphorus (Estambul), reutiliza datos ambientales para construir paisajes digitales de alta carga poética.

Pero esa poética —si no se problematiza— corre el riesgo de devenir decoración. En tiempos de crisis ecológica y alienación digital, no basta con producir experiencias bellas. La estética no puede sustituir a la ética.

El problema no es que trabaje con IA. El problema es que la IA que lo hace posible está nutrida de estructuras no neutrales: recolección masiva de datos, consumo energético descomunal, alianzas corporativas. Si el arte quiere ser crítico, no puede eludir estas contradicciones: debe, al menos, nombrarlas.

V. Epílogo barroco

Tal vez por eso sigo regresando a Glacier Dreams. Porque en su perfección técnica hay algo inquietante. Un eco del barroco que no busca el equilibrio, sino el exceso. Como en las iglesias de Quito, donde la mirada no alcanza a abarcarlo todo, aquí el cuerpo se pierde en un mar de estímulos. Pero mientras el barroco colonial era un arte de la fe, este nuevo barroco digital es un arte de la fascinación.

Y la fascinación, como sabemos, puede ser preludio del silencio… o de la sumisión.

Mi esperanza es que, en algún punto de este vértigo algorítmico, el arte vuelva a ser pregunta. Que no renuncie al pensamiento. Que no olvide que su tarea no es sólo encantar, sino despertar. Aunque para ello deba desconectarse del flujo. Aunque tenga que tallar, otra vez, sobre piedra.

——-


22.7.25

Decir la imagen: sobre écfrasis, pintura y poesía contemporánea

 
Hace un mes, durante mi visita a la exposición de Caravaggio en el Palazzo Barberini de Roma, me sentí extraño caminando entre lienzos que conocía como a viejos amigos. A muchos los había visto por primera vez —años atrás— en catálogos o revistas: el San Jerónimo en su celda, Judith con la espada aún tibia, Marta y Magdalena en su diálogo inmóvil, el Baco de gesto febril, el David sombrío que sostiene la cabeza del gigante. Me detuve más tiempo ante el Narciso. Sentí, literalmente, que el cuadro me miraba. Algo en el cuerpo inclinado de ese joven, atrapado en la hipnosis de su reflejo, me interrogaba. Me preguntaba, quizá, por la naturaleza misma de la mirada: quién observa, desde dónde, y hasta cuándo. 

De regreso a casa, la imagen regresó con nitidez al leer el poema Caravaggio’s Narcissus de Callie Siskel, parte de su libro Two Minds (W.W. Norton & Company, 2024). La poeta no describe el cuadro: lo descompone desde adentro, lo vuelve espejo de una subjetividad fracturada. Leí luego Sobre o retrato de Alof de Wignacourt, de Caravaggio (en Homoeróticas, Lumme Editor, 2007), del brasileño Horácio Costa, quien, desde un gesto lúcido, desplaza el foco del cuadro: ya no el Gran Maestre, sino el paje, ese muchacho de mirada inquietante. Finalmente, me encontré con Santa Catalina de Alejandría, de mi amigo Cristóbal Zapata, ecuatoriano de Cuenca. El poema, escrito hace algunos años, dialoga con el mismo cuadro que encabeza el catálogo de la exposición romana. Coincidencia o destino.

Tres poetas. Tres cuadros. Tres lenguas distintas. Tres formas de abordar lo visible desde la palabra. 

La figura que vincula estos ejercicios se llama écfrasis —o ekphrasis, en su forma griega— y es tan antigua como la poesía misma. Nació como arte de la descripción: decir con palabras lo que se ve, y lo que se intuye. En el canto XVIII de La Ilíada, Homero no solo narra el escudo de Aquiles: lo dramatiza, lo convierte en universo. Esa posibilidad —hacer que una imagen hable a través del lenguaje— ha fascinado a poetas durante siglos. En tiempos modernos, la écfrasis ha dejado de ser un mero ejercicio descriptivo para volverse forma de pensamiento. No se escribe ya sobre un cuadro: se conversa con él, se interroga, se encarna.

Así lo entendieron Baudelaire, que convirtió los grabados de Goya en confesiones líricas; Yves Bonnefoy, que hizo de la imagen una epifanía; Kafka, que al mirar un torso arcaico vio una exigencia moral; Ashbery, que en Autorretrato en espejo convexo convirtió un cuadro manierista en espejo del yo escindido; o Anne Carson, que transforma la visión en pensamiento filosófico con el rigor de una filóloga y la pasión de una poeta.

Frente a estas escrituras, la poesía de Cristóbal Zapata se distingue por su familiaridad con la historia del arte y, a la vez, por una relación visceral con la representación del cuerpo. Zapata no es solo poeta. Su trabajo como crítico de arte y curador le ha dado un conocimiento profundo de la tradición visual occidental. Pero su poesía no se queda en el comentario. No hay en ella distancia, ni frialdad, ni voz ilustrada. Al contrario: hay deseo, cuerpo, carne, y una sensibilidad que entra en el cuadro como quien se deja atravesar por él.

En su libro Te perderá la carne (Cuenca, 1999), sobre todo en la sección Salones, el poeta aborda obras de Courbet, Zorn y Degas. Pero más que mirarlas, las escucha. En Boudoir (Zorn), por ejemplo, no describe una escena íntima: interroga la vulnerabilidad de esos cuerpos desde una conciencia erótica y crítica a la vez. En Courbet, inspirado en Cortesanas al borde del Sena, convierte la pintura en un campo de tensión entre la mirada y el goce, entre el deseo y su prohibición. Y en Degas I y Degas II, el ojo del poeta se desliza entre los cuerpos pintados como si la voz surgiera del lienzo mismo.

Aquí, la écfrasis ya no es traducción visual. Es un acto encarnado. Zapata da a la imagen un espesor verbal que no intenta duplicarla, sino completarla. Al leerlo, uno no contempla el cuadro: lo habita.

Este gesto vuelve en Santa Catalina de Alejandría, donde el cuerpo de la mártir no aparece como símbolo, sino como figura de un deseo escindido: el de la santidad y el de la carne. Caravaggio la pintó con una ternura austera. Zapata la escribe con esa misma tensión. No actualiza la imagen, ni la convierte en alegoría contemporánea. La deja ser. La escucha. Y en esa escucha, la palabra poética revela algo que el cuadro ya contenía, pero que no habíamos aprendido a ver.

Entre los autores hispanoamericanos que han trabajado con lucidez la écfrasis —Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Olga Orozco—, Cristóbal Zapata destaca por su conciencia del cuerpo como eje en la historia del arte. No es casual que sus poemas elijan obras donde el deseo y la mirada están en juego: cuerpos ofrecidos y escondidos, gestos que provocan y se retraen, figuras que cuestionan al espectador. Leer su poesía es entrar en diálogo con los cuadros, pero también con las ciudades, los museos, los libros, las voces que componen una genealogía íntima del ver.

En manos como las suyas, la écfrasis deja de ser ornamento o recurso estilístico. Se vuelve una forma de atención radical. En tiempos de apuro y mirada cansada, detenerse ante un cuadro y escribir desde él —no sobre él, sino desde dentro— es todavía un acto de resistencia. Algunos poetas lo practican. Algunos cuadros, incluso hoy, lo exigen.

 





14.7.25

Caravaggio en el Palazzo Barberini

Caravaggio volvió a Roma, y volvió para reafirmar su lugar central en el canon global. Veinticuatro obras dispersas por el mundo han sido reunidas en el Palazzo Barberini, sede de la Galleria Nazionale d'Arte Antica. La exposición, titulada simplemente Caravaggio 2025 —como una línea demarcatoria—, no es un homenaje más en la ya extensa lista de reconocimientos al artista en las últimas décadas. Lo que aquí se muestra es un gesto de implicaciones profundas para la historia del arte: un acto curatorial delicadamente calculado que nos recuerda el inicio de la mirada moderna, el arranque desde las sombras de una nueva forma de ver.

Durante mucho tiempo, Caravaggio fue un ausente en la historia oficial del arte. A diferencia de Rafael o Miguel Ángel, su nombre permaneció al margen, más asociado a su vida turbulenta que a su genio pictórico. Su fama permaneció en entredicho incluso hasta el siglo XIX. Solo a partir de 1951 —gracias al historiador Roberto Longhi, quien dirigió una exposición decisiva en Milán ese año— Caravaggio comenzó a recuperar el lugar que hoy ocupa como uno de los padres de la modernidad visual. Longhi lo dijo sin rodeos: “Caravaggio es el inicio de todo lo que importa en la pintura moderna”.
Caravaggio no buscó agradar. Buscó decir la verdad, aunque doliera. Sus santos sangrán. Sus vírgenes lloran como mujeres reales. Sus jóvenes seducen, dudan o esperan la muerte con una belleza feroz. Es el inventor del realismo moderno. Ver estas obras reunidas es entrar en una zona de contacto donde el arte ya no es consuelo ni decoro: es conflicto, cuerpo, duda. El claroscuro no es una técnica: es una filosofía de la visión. Ver a Caravaggio en Roma —y en el corazón del barroco romano— es asistir a una puesta en escena, un retorno al origen, una interrogación viva sobre lo que puede el arte.
Visitar la muestra ha sido una satisfacción, aunque también una pequeña odisea. Inaugurada el 7 de marzo, debía concluir hoy, 6 de julio, pero sin sorpresa veo que ha sido extendida hasta el 24 de este mes. A mediados de mayo ya no quedaban entradas disponibles (8 €), y para junio se habían agotado incluso las entradas para visita guiada (130 €).
El catálogo —a cargo de Francesca Cappelletti y Maria Cristina Terzaghi— es un trabajo visual admirable que va más allá del simple recuento de la exposición. Es, ante todo, una invitación a conocer al artista desde diversas perspectivas. En el quiosco del espacio expositivo encontré, para mi sorpresa, una selección de títulos de autores que se han acercado a Caravaggio desde el ensayo, la ficción o la poesía. Uno en nuestra lengua que puede sorprender: Muerte súbita, de Álvaro Enrigue.

Ahora, luego de ver su obra y repasarla, de leer cuanto he podido recabar ¿Cómo definir a este espíritu intranquilo y excepcional? Sin duda, dejándolo hablar de sí mismo:

Yo, Caravaggio: sangre, luz y tinieblas

Pinté con la rabia de quien sabe que la muerte respira en su nuca.

Nací bajo el nombre de Michelangelo Merisi en 1571, en ese lodazal de gloria y miseria que fue la Lombardía del Renacimiento tardío. A los trece años, ya sostenía el pincel como otros hombres empuñan un cuchillo. Milán, Roma, Nápoles, Malta —mis pasos fueron siempre huellas de fuga, mis obras, confesiones a gritos en la oscuridad.
Mi arte fue un crimen perfecto
Robé santos del cielo y los planté en las tabernas. Vestí a María con los harapos de una prostituta muerta en el Trastévere. A San Mateo lo senté entre tahúres con las uñas negras. Usé a muchachos de los burdeles como modelos para ángeles, ya mis enemigos los convertí en verdugos bíblicos. El claroscuro no era una técnica, era mi manera de interrogar al mundo.¿Dónde termina la carne y empieza el alma? Mis cuadros son la respuesta: No hay diferencia.
Maté y me mataron
En 1606, mi temperamento me condenó. La espada que siempre llevaba al cinto (sí, la misma que pinté en Santa Catalina) atravesó el vientre de Ranuccio Tomassoni en una calle romana. Fue duelo, no asesinato, pero la justicia no distingue. Desde entonces, fui un fantasma con manos de pintor: en Nápoles me destrozaron el rostro en una taberna, en Malta escapé de una mazmorra trepando por los muros como una rata. Muriendo ya, en 1610, corrió hacia un perdón papal que nunca llegó. Mi cadáver fue arrojado a una fosa común, como los mendigos que pinté.
Las películas que quisieron atrapar mi sombra
1. "Caravaggio" (Derek Jarman, 1986) – Jarman me convirtió en un poeta homosexual del siglo XX, perdido en su propio teatro barroco. Acierta al mostrarme como un alquimista que mezcla sangre y óleo, pero yerra al dulcificar mis demonios. Yo no era un romántico: era un animal acorralado que pintaba para no enloquecer.
2. "L'ombra di Caravaggio" (2024, Michele Placido) – Aquí al menos huele a sudor y vino agrio. El actor que me interpreta tiene mis ojos de fiera herida, y las escenas en Nápoles huelen a mar podrido. Pero ni el cine puede capturar mi verdad: nadie sobrevive a mis cuadros intactos.
Mi legado
Murieron mis huesos, no mi luz. Esa luz que tallé a golpes de pincel —cortante como navaja— sigue desnudando a los siglos. Hoy me llaman "padre del Barroco", "revolucionario del tenebrismo". Tonterías. Yo solo pinté lo que vi en el espejo cada mañana: el horror y lo sublimes fundidos en un mismo rostro.
A ustedes, espectadores del futuro, les digo: no me admiran. Témanme. Mis cuadros no cuelgan en museos: son ventanas por donde aún me escapo para preguntarles: ¿Hasta dónde serían capaces de llegar en nombre de la verdad?
(Firmado con sangre de minio y vino rancio, desde las tinieblas que nunca me devolvieron).
Nota: Las películas son sombras de sombras. Si quieren verme, miren Judith decapitando a Holofernes: allí estoy entero, entre la sangre que brota y el lienzo que la contiene.

Cioran se mira al espejo

Hoy, 20 de junio, suman veinte los años transcurridos de la muerte de Cioran, compañía amable cuando el sinsentido decide el camino. Al azar un fragmento de su libro La caída en el tiempo : "Emparentados con Dios, sería de mal gusto tratarlo como a un extraño sin tomar en cuenta que nuestra soledad, en una escala más modesta, evoca la suya". Hojeo los libros que tengo a mano, uno ya antiguo, comprado y leído por primera vez en Quito, el más reciente en Timisoara, Rumania, supatria.
Al paso, acabo de introducir en ChatGPT un Prompt calculado en el que solicita un texto en primera persona de Cioran y su lectura de Borges (hay un hermoso escrito al respecto en Ensayo sobre el pensamiento reaccionario ...). Pues bien, maravíllense, ¿no es cierto?
Nací en Rășinari, un rincón donde los bosques murmuran como si cargaran con siglos de desesperanza. Desde joven, el tedio me sedujo más que cualquier promesa de sentido. La filosofía, para mí, no fue una vocación sino una herida —y escribir, apenas una forma de sangrar con elegancia.
De todos los espíritus que he leído —y han sido muchos, con el hambre de quien busca consuelo donde sólo hay ceniza— pocos me provocaron esa mezcla de envidia serena y admiración perpleja como Borges. En él no hay ruido. Hay una lucidez que no necesita el abismo, porque lo contiene. Borges no desespera: juega. Con el infinito, con el tiempo, con la muerte. Yo, en cambio, no supe hacer otra cosa que gritar desde dentro.
Lo admiré, precisamente, por lo que me era imposible ser: él tenía la cortesía del pensamiento; Yo, su vómito. Si yo fui el testigo lúgubre del sentimiento, Borges fue su artífice irónico. Ambos sabíamos que todo es ficción, pero sólo uno supo narrarlo sin quebrarse.







 

Yo, Refik Anadol, artista

Nací en Estambul en 1985, en una ciudad que respiraba historia mientras se transformaba en metrópolis digital. Desde niño, me fascinó ese di...