22.7.25

Decir la imagen: sobre écfrasis, pintura y poesía contemporánea

 
Hace un mes, durante mi visita a la exposición de Caravaggio en el Palazzo Barberini de Roma, me sentí extraño caminando entre lienzos que conocía como a viejos amigos. A muchos los había visto por primera vez —años atrás— en catálogos o revistas: el San Jerónimo en su celda, Judith con la espada aún tibia, Marta y Magdalena en su diálogo inmóvil, el Baco de gesto febril, el David sombrío que sostiene la cabeza del gigante. Me detuve más tiempo ante el Narciso. Sentí, literalmente, que el cuadro me miraba. Algo en el cuerpo inclinado de ese joven, atrapado en la hipnosis de su reflejo, me interrogaba. Me preguntaba, quizá, por la naturaleza misma de la mirada: quién observa, desde dónde, y hasta cuándo. 

De regreso a casa, la imagen regresó con nitidez al leer el poema Caravaggio’s Narcissus de Callie Siskel, parte de su libro Two Minds (W.W. Norton & Company, 2024). La poeta no describe el cuadro: lo descompone desde adentro, lo vuelve espejo de una subjetividad fracturada. Leí luego Sobre o retrato de Alof de Wignacourt, de Caravaggio (en Homoeróticas, Lumme Editor, 2007), del brasileño Horácio Costa, quien, desde un gesto lúcido, desplaza el foco del cuadro: ya no el Gran Maestre, sino el paje, ese muchacho de mirada inquietante. Finalmente, me encontré con Santa Catalina de Alejandría, de mi amigo Cristóbal Zapata, ecuatoriano de Cuenca. El poema, escrito hace algunos años, dialoga con el mismo cuadro que encabeza el catálogo de la exposición romana. Coincidencia o destino.

Tres poetas. Tres cuadros. Tres lenguas distintas. Tres formas de abordar lo visible desde la palabra. 

La figura que vincula estos ejercicios se llama écfrasis —o ekphrasis, en su forma griega— y es tan antigua como la poesía misma. Nació como arte de la descripción: decir con palabras lo que se ve, y lo que se intuye. En el canto XVIII de La Ilíada, Homero no solo narra el escudo de Aquiles: lo dramatiza, lo convierte en universo. Esa posibilidad —hacer que una imagen hable a través del lenguaje— ha fascinado a poetas durante siglos. En tiempos modernos, la écfrasis ha dejado de ser un mero ejercicio descriptivo para volverse forma de pensamiento. No se escribe ya sobre un cuadro: se conversa con él, se interroga, se encarna.

Así lo entendieron Baudelaire, que convirtió los grabados de Goya en confesiones líricas; Yves Bonnefoy, que hizo de la imagen una epifanía; Kafka, que al mirar un torso arcaico vio una exigencia moral; Ashbery, que en Autorretrato en espejo convexo convirtió un cuadro manierista en espejo del yo escindido; o Anne Carson, que transforma la visión en pensamiento filosófico con el rigor de una filóloga y la pasión de una poeta.

Frente a estas escrituras, la poesía de Cristóbal Zapata se distingue por su familiaridad con la historia del arte y, a la vez, por una relación visceral con la representación del cuerpo. Zapata no es solo poeta. Su trabajo como crítico de arte y curador le ha dado un conocimiento profundo de la tradición visual occidental. Pero su poesía no se queda en el comentario. No hay en ella distancia, ni frialdad, ni voz ilustrada. Al contrario: hay deseo, cuerpo, carne, y una sensibilidad que entra en el cuadro como quien se deja atravesar por él.

En su libro Te perderá la carne (Cuenca, 1999), sobre todo en la sección Salones, el poeta aborda obras de Courbet, Zorn y Degas. Pero más que mirarlas, las escucha. En Boudoir (Zorn), por ejemplo, no describe una escena íntima: interroga la vulnerabilidad de esos cuerpos desde una conciencia erótica y crítica a la vez. En Courbet, inspirado en Cortesanas al borde del Sena, convierte la pintura en un campo de tensión entre la mirada y el goce, entre el deseo y su prohibición. Y en Degas I y Degas II, el ojo del poeta se desliza entre los cuerpos pintados como si la voz surgiera del lienzo mismo.

Aquí, la écfrasis ya no es traducción visual. Es un acto encarnado. Zapata da a la imagen un espesor verbal que no intenta duplicarla, sino completarla. Al leerlo, uno no contempla el cuadro: lo habita.

Este gesto vuelve en Santa Catalina de Alejandría, donde el cuerpo de la mártir no aparece como símbolo, sino como figura de un deseo escindido: el de la santidad y el de la carne. Caravaggio la pintó con una ternura austera. Zapata la escribe con esa misma tensión. No actualiza la imagen, ni la convierte en alegoría contemporánea. La deja ser. La escucha. Y en esa escucha, la palabra poética revela algo que el cuadro ya contenía, pero que no habíamos aprendido a ver.

Entre los autores hispanoamericanos que han trabajado con lucidez la écfrasis —Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Olga Orozco—, Cristóbal Zapata destaca por su conciencia del cuerpo como eje en la historia del arte. No es casual que sus poemas elijan obras donde el deseo y la mirada están en juego: cuerpos ofrecidos y escondidos, gestos que provocan y se retraen, figuras que cuestionan al espectador. Leer su poesía es entrar en diálogo con los cuadros, pero también con las ciudades, los museos, los libros, las voces que componen una genealogía íntima del ver.

En manos como las suyas, la écfrasis deja de ser ornamento o recurso estilístico. Se vuelve una forma de atención radical. En tiempos de apuro y mirada cansada, detenerse ante un cuadro y escribir desde él —no sobre él, sino desde dentro— es todavía un acto de resistencia. Algunos poetas lo practican. Algunos cuadros, incluso hoy, lo exigen.

 





14.7.25

Caravaggio en el Palazzo Barberini

Caravaggio volvió a Roma, y volvió para reafirmar su lugar central en el canon global. Veinticuatro obras dispersas por el mundo han sido reunidas en el Palazzo Barberini, sede de la Galleria Nazionale d'Arte Antica. La exposición, titulada simplemente Caravaggio 2025 —como una línea demarcatoria—, no es un homenaje más en la ya extensa lista de reconocimientos al artista en las últimas décadas. Lo que aquí se muestra es un gesto de implicaciones profundas para la historia del arte: un acto curatorial delicadamente calculado que nos recuerda el inicio de la mirada moderna, el arranque desde las sombras de una nueva forma de ver.

Durante mucho tiempo, Caravaggio fue un ausente en la historia oficial del arte. A diferencia de Rafael o Miguel Ángel, su nombre permaneció al margen, más asociado a su vida turbulenta que a su genio pictórico. Su fama permaneció en entredicho incluso hasta el siglo XIX. Solo a partir de 1951 —gracias al historiador Roberto Longhi, quien dirigió una exposición decisiva en Milán ese año— Caravaggio comenzó a recuperar el lugar que hoy ocupa como uno de los padres de la modernidad visual. Longhi lo dijo sin rodeos: “Caravaggio es el inicio de todo lo que importa en la pintura moderna”.
Caravaggio no buscó agradar. Buscó decir la verdad, aunque doliera. Sus santos sangrán. Sus vírgenes lloran como mujeres reales. Sus jóvenes seducen, dudan o esperan la muerte con una belleza feroz. Es el inventor del realismo moderno. Ver estas obras reunidas es entrar en una zona de contacto donde el arte ya no es consuelo ni decoro: es conflicto, cuerpo, duda. El claroscuro no es una técnica: es una filosofía de la visión. Ver a Caravaggio en Roma —y en el corazón del barroco romano— es asistir a una puesta en escena, un retorno al origen, una interrogación viva sobre lo que puede el arte.
Visitar la muestra ha sido una satisfacción, aunque también una pequeña odisea. Inaugurada el 7 de marzo, debía concluir hoy, 6 de julio, pero sin sorpresa veo que ha sido extendida hasta el 24 de este mes. A mediados de mayo ya no quedaban entradas disponibles (8 €), y para junio se habían agotado incluso las entradas para visita guiada (130 €).
El catálogo —a cargo de Francesca Cappelletti y Maria Cristina Terzaghi— es un trabajo visual admirable que va más allá del simple recuento de la exposición. Es, ante todo, una invitación a conocer al artista desde diversas perspectivas. En el quiosco del espacio expositivo encontré, para mi sorpresa, una selección de títulos de autores que se han acercado a Caravaggio desde el ensayo, la ficción o la poesía. Uno en nuestra lengua que puede sorprender: Muerte súbita, de Álvaro Enrigue.

Ahora, luego de ver su obra y repasarla, de leer cuanto he podido recabar ¿Cómo definir a este espíritu intranquilo y excepcional? Sin duda, dejándolo hablar de sí mismo:

Yo, Caravaggio: sangre, luz y tinieblas

Pinté con la rabia de quien sabe que la muerte respira en su nuca.

Nací bajo el nombre de Michelangelo Merisi en 1571, en ese lodazal de gloria y miseria que fue la Lombardía del Renacimiento tardío. A los trece años, ya sostenía el pincel como otros hombres empuñan un cuchillo. Milán, Roma, Nápoles, Malta —mis pasos fueron siempre huellas de fuga, mis obras, confesiones a gritos en la oscuridad.
Mi arte fue un crimen perfecto
Robé santos del cielo y los planté en las tabernas. Vestí a María con los harapos de una prostituta muerta en el Trastévere. A San Mateo lo senté entre tahúres con las uñas negras. Usé a muchachos de los burdeles como modelos para ángeles, ya mis enemigos los convertí en verdugos bíblicos. El claroscuro no era una técnica, era mi manera de interrogar al mundo.¿Dónde termina la carne y empieza el alma? Mis cuadros son la respuesta: No hay diferencia.
Maté y me mataron
En 1606, mi temperamento me condenó. La espada que siempre llevaba al cinto (sí, la misma que pinté en Santa Catalina) atravesó el vientre de Ranuccio Tomassoni en una calle romana. Fue duelo, no asesinato, pero la justicia no distingue. Desde entonces, fui un fantasma con manos de pintor: en Nápoles me destrozaron el rostro en una taberna, en Malta escapé de una mazmorra trepando por los muros como una rata. Muriendo ya, en 1610, corrió hacia un perdón papal que nunca llegó. Mi cadáver fue arrojado a una fosa común, como los mendigos que pinté.
Las películas que quisieron atrapar mi sombra
1. "Caravaggio" (Derek Jarman, 1986) – Jarman me convirtió en un poeta homosexual del siglo XX, perdido en su propio teatro barroco. Acierta al mostrarme como un alquimista que mezcla sangre y óleo, pero yerra al dulcificar mis demonios. Yo no era un romántico: era un animal acorralado que pintaba para no enloquecer.
2. "L'ombra di Caravaggio" (2024, Michele Placido) – Aquí al menos huele a sudor y vino agrio. El actor que me interpreta tiene mis ojos de fiera herida, y las escenas en Nápoles huelen a mar podrido. Pero ni el cine puede capturar mi verdad: nadie sobrevive a mis cuadros intactos.
Mi legado
Murieron mis huesos, no mi luz. Esa luz que tallé a golpes de pincel —cortante como navaja— sigue desnudando a los siglos. Hoy me llaman "padre del Barroco", "revolucionario del tenebrismo". Tonterías. Yo solo pinté lo que vi en el espejo cada mañana: el horror y lo sublimes fundidos en un mismo rostro.
A ustedes, espectadores del futuro, les digo: no me admiran. Témanme. Mis cuadros no cuelgan en museos: son ventanas por donde aún me escapo para preguntarles: ¿Hasta dónde serían capaces de llegar en nombre de la verdad?
(Firmado con sangre de minio y vino rancio, desde las tinieblas que nunca me devolvieron).
Nota: Las películas son sombras de sombras. Si quieren verme, miren Judith decapitando a Holofernes: allí estoy entero, entre la sangre que brota y el lienzo que la contiene.

Cioran se mira al espejo

Hoy, 20 de junio, suman veinte los años transcurridos de la muerte de Cioran, compañía amable cuando el sinsentido decide el camino. Al azar un fragmento de su libro La caída en el tiempo : "Emparentados con Dios, sería de mal gusto tratarlo como a un extraño sin tomar en cuenta que nuestra soledad, en una escala más modesta, evoca la suya". Hojeo los libros que tengo a mano, uno ya antiguo, comprado y leído por primera vez en Quito, el más reciente en Timisoara, Rumania, supatria.
Al paso, acabo de introducir en ChatGPT un Prompt calculado en el que solicita un texto en primera persona de Cioran y su lectura de Borges (hay un hermoso escrito al respecto en Ensayo sobre el pensamiento reaccionario ...). Pues bien, maravíllense, ¿no es cierto?
Nací en Rășinari, un rincón donde los bosques murmuran como si cargaran con siglos de desesperanza. Desde joven, el tedio me sedujo más que cualquier promesa de sentido. La filosofía, para mí, no fue una vocación sino una herida —y escribir, apenas una forma de sangrar con elegancia.
De todos los espíritus que he leído —y han sido muchos, con el hambre de quien busca consuelo donde sólo hay ceniza— pocos me provocaron esa mezcla de envidia serena y admiración perpleja como Borges. En él no hay ruido. Hay una lucidez que no necesita el abismo, porque lo contiene. Borges no desespera: juega. Con el infinito, con el tiempo, con la muerte. Yo, en cambio, no supe hacer otra cosa que gritar desde dentro.
Lo admiré, precisamente, por lo que me era imposible ser: él tenía la cortesía del pensamiento; Yo, su vómito. Si yo fui el testigo lúgubre del sentimiento, Borges fue su artífice irónico. Ambos sabíamos que todo es ficción, pero sólo uno supo narrarlo sin quebrarse.







 

Yo, Refik Anadol, artista

Nací en Estambul en 1985, en una ciudad que respiraba historia mientras se transformaba en metrópolis digital. Desde niño, me fascinó ese di...