19.4.07

Agradecimiento de JV

El pasado nueve de abril publiqué líneas abajo una notita a propósito del libro Apuestas: los juegos de Javier Vásconez. No tengo aún entre mis manos el libro. Leí en la prensa ecuatoriana impresiones de su presentación la noche del pasado 13, en el Hotel Embassy de la capital ecuatoriana.

Pregunté luego a Javier Vásconez por correo electrónico si me podría confiar el texto que leyó en agradecimiento a los editores y colaboradores de la publicación para hacerlo público en Ojo latino. Acaba de remitirmelo — agradezco su gentileza y buena disposición.
Puesto que el texto es algo extenso (dos cuartillas) lo coloco en la casilla de comentarios. Pasen y leánlo:

(En la foto el autor y el poeta Iván Carvajal)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Confieso que hallarme en medio de este homenaje es una experiencia incómoda y exigente. Me van a disculpar, pero voy a iniciar mi intervención con una larga lista de agradecimientos. No creo necesario exponer aquí dónde y cómo nació la idea de este libro, porque en realidad no lo sé. Sin embargo, quiero manifestar mi gratitud hacia quienes lo han hecho posible. En primer lugar, deseo agradecer a mi amigo y poeta Iván Carvajal, con quien mantengo desde hace muchos años una interminable conversación, además de una profunda y entrañable amistad basada en el respeto, el humor, la lealtad y la pasión por la poesía, aunque no siempre compartimos las mismas ideas políticas. De Iván se puede esperar cualquier cosa. Incluso el hecho de haber concebido un homenaje en forma de secreto (aunque luego las cosas se torcieran), conociendo mi debilidad por ellos. Gracias, Iván, por la sencillez de tu gesto.

Este libro jamás habría lo que es si no hubiera intervenido en él Francisco Estrella. Su constante asistencia ha sido decisiva para llevar a cabo este proyecto, igual que su optimismo y notable habilidad para hacer de compilador, hasta el punto de haber logrado lo imposible, convencer a los autores y a la editorial de publicar el libro.

No me acuerdo muy bien en qué circunstancias conocí a Francisco. Tal vez fue hace unos cinco años en el café Trovero. De los encuentros en esa época me ha quedado la imagen de un joven que busca desesperadamente un estilo y una voz para abordar y escribir sus ensayos, un hombre entusiasmado por el arte de la novela, el cine y por la ropa elegante. Al concluir este libro nuestra amistad se ha vuelto más profunda y a partir de ahora siempre estaré en deuda con él.

Esta noche quiero agradecer especialmente a Lucía Arízaga, mi esposa—sin duda es de justicia hacerlo—, por haber creado el ambiente adecuado para que yo pudiera escribir. Además no sólo ha sido mi cómplice y lectora exigente, sino que como ninguna otra persona en el mundo ha creído en mí y ha sabido valorar mis libros, iluminándome con su alegría, una y otra vez en los momentos de desaliento.

También es obligado que esta noche recuerde a María Aveiga, poeta y amiga muy querida, con quien he afinado el gusto por los autores malditos y por algunos antros de La Mariscal, ya que gracias a su generosidad vamos a compartir la cena de esta noche. No voy a olvidar tampoco a Felipe Ribadeneira, kantiano ilustre, conversador riguroso, sin cuya gentil colaboración no tendríamos entre nosotros a la cantante Gabriela Terán.

Agradezco asimismo a la editorial Taurus por haber publicado este libro en un momento decisivo de mi vida. A su director, Javier Larías, Paulina Rodríguez, Fernando Rosas y, en especial, a María Fernanda Heredia quien apoyó desde el primer instante el proyecto.

Por ultimo, quiero agradecer a todos los escritores ecuatorianos que han colaborado con sus ensayos, artículos, semblanzas, entrevistas y poemas en este libro. Y también a las escritoras y los ensayistas de Argentina, Colombia, Cuba, España, Estados Unidos y México por el tiempo que dedicaron a mis obras.

Quién iba a decir entonces que todo terminaría felizmente en un acto público, en una celebración gracias al esfuerzo de tantas personas. He dicho felizmente porque todo homenaje es un acto de generosidad, aunque yo prefiero verlo como un encuentro o una reunión de amigos.

Todo empezó hace mucho tiempo. Para mí escribir es una actividad muy personal, casi secreta, algo como redactar una carta o ejercer la labor de topo. He utilizado voluntariamente este término porque en el mundo del espionaje designa a quienes se mueven sin cesar en el terreno del enemigo, ya que a mi juicio todo escritor es un espía a tiempo completo. Quién iba a pensar por lo tanto que el niño tímido, inseguro, que escuchaba con fascinación las historias de los vagabundos en la quebrada de Miraflores, terminaría reunido con ustedes para recibir un libro que agradezco.

Del Quito lluvioso, indolente, casi campesino, del regocijo infantil con que yo me perdía por esa quebrada ya no queda nada. Todo ha desaparecido y aquel sitio mítico, por así decirlo, ha quedado desafortunadamente enterrado en mis recuerdos. Con el tiempo la ciudad se llenó de sueños y se abrió ante mis ojos como un escenario colmado de posibilidades. Se convirtió en el objeto de intensas y apasionadas meditaciones. Pero necesitaría años para encontrar el camino y el tono apropiado para hablar de ella. De los días que asistí al Pensionado Borja y de la libertad casi salvaje vivida en Miraflores fui a dar a un aséptico colegio norteamericano y luego a un internado inglés de aulas tenebrosas, donde descubrí a Shakespeare y algunas especies raras de pájaros (los cuervos). También vislumbré entre partidos de cricket y abundantes platos de avena el desamparo de haber nacido en una línea imaginaria y la importancia del orgullo. Al llegar a España, hace cuarenta años, sufrí las aberraciones del franquismo y contraje una deuda con el escritor Juan Benet, pues quedé cautivado para siempre con la frase inicial de su novela Una meditación, como una de las más perfectas que se hayan escrito. Más adelante, en Francia comprendí el sentido de la civilización, pasé hambre y tuve la revelación de la ciudad y de los amores imposibles al caminar por las calles de París.

Con la soledad de la adolescencia vino el descubrimiento del lenguaje, comprendí el poder de las palabras. Todavía recuerdo con claridad cuando terminé de leer Bartleby el escribiente, de Melville, pues había intuido el alcance del lenguaje capaz de crear nuevos sentidos y vínculos para sustituir la realidad circundante por otra aún más seductora, la realidad de la ficción. A pesar de haber desembarcado en un puerto tan atractivo, sin embargo experimenté miedo al descubrir la literatura.

Durante muchos años esquivé la responsabilidad de escribir, porque sabía lo que me esperaba. Hasta que una mañana de octubre, cuando estaba por cumplir los treinta años, metí una hoja de papel amarillo en la máquina Olivetti —vergonzosamente sustraída a Javier Ponce en París— y empecé a escribir Ciudad lejana. Desde entonces no he parado. Todo era igual a la visión que me había acompañado y torturado por mucho tiempo, en la que me veía a mismo encorvado sobre un escritorio como un Bartlebey, un copista apartado de cualquier actividad vital. Pero cuando inicié la redacción de Ciudad lejana experimenté una singular felicidad, al enfrentarme a la precisión maniática requerida por las palabras durante la escritura.

En verdad, quiero entender este homenaje más bien como un desafío conmigo mismo y un impulso imparable para seguir escribiendo terca y obstinadamente acerca de los demonios que acechan el alma de los hombres. Del niño que emprendió sus primeros viajes por los libros, sigo creyendo, con absoluta seguridad, que la literatura es una vasta red de vasos comunicantes, de puentes tendidos a lo largo de los continentes, de voces venidas de muy lejos y realidades que dialogan entre sí gracias a la flexibilidad y el rigor de las palabras.

Desde niño tuve el sentimiento de que el mundo era amplio, diverso, por eso me resisto a aceptar el confinamiento cultural, el aislamiento, la exclusión a las que con recelo provinciano a menudo nos sometemos voluntariamente en este país. No puedo imaginar el mundo ni mi universo literario sin la posibilidad de ir en muchas direcciones. Tampoco sé lo que me deparará el futuro. Sólo aspiro a seguir desplazándome por los límites del conocimiento y por esa zona de oscuridad que es la literatura. Creo que acierta Valery cuando escribe que un poema no está nunca acabado. En lo que a mi respecta, veo con claridad el arduo camino que todavía me espera. Los escritores sólo tenemos dos refugios: la memoria y la lengua.

Muchas gracias a todos por su presencia.

Un abrazo ecuatoriano-mexicano

Por mero equilibrio es necesario contraponer pesos – para no dar un mal paso. Las relaciones diplomáticas de Ecuador y México están rotas de...