21.9.05

Hombres y mujeres de aldea

¿Sabemos cómo se erigían, alteraban y mal entendían las ideas que reclamaban justicia y entendimiento al mundo hace cien, doscientos o trecientos años? Creo que si no lo sabemos, no nos será difícil suponerlo, pues, al fin y al cabo, un conjunto importante de las que se eriguieron en los siglos XVIII, XIX y XX han llegado hasta nosotros y, por lo que parece, seguiran en órbita por largo tiempo (las que pueden prescindir de la justicia, por lo que parece, también seguirá en órbita).

Menos fácil me es suponer el viaje a lomo de caballo que entonces realizaban estas ideas de buena voluntad por territorios, culturas y lenguas múltiples, diversas. Me es difícil imaginar cómo habran sido entonces recibidos y propagados estos idearios —supongo que, si bien entendidos, luego, a lo mejor, fueron mal ejecutados; si no, adapatados sus sentidos a los contextos donde se posaban, antes de petrificarse y caer en el olvido.

En aquellos tiempos ¿quienes, además de los filósofos, eran los que se daban el trabajo de examinar esas ideas de buena voluntad y ponerlas a prueba, confrontándolas con la realidad? ¿quienes las difundían, a quienes llegaba esas voces pensadas? y bueno, suponiendo que todo este proceso se llevaba a cabo ¿qué sucedía entonces? ¿ser común mortal y tener una idea sobre algún aspecto o aspectos importantes de la realidad de entonces tenía valor comunitario alguno? ¿podía esto alterar un dictamen político, una decisión de gobierno, un reinado?

Este rosario de preguntas me nacen al repasar el concepto “opinión pública”, término esencial para ciudadanos, políticos y medios de comunicació impresos y televisivos. La opinión pública tiene peso, si no definitorio, sí uno que no se puede ignorar.


Soy parte de la aldea. El sitio que habito me posibilita un punto de vista de las cosas, una idea del mundo vuelto aldea, con sus tiempos y sus espacios en constante movimiento. Esa manera de ver es una milllonésima parte de opinión pública que se funde con otras, se construye, conversando y leyendo sobre la realidad y los sueños que la poblan.

En la aldea me cruzo con muchas voces, conozco unas pocas, platico con ellas, con la de los amigos, pero, en verdad ¿qué otras voces escucho, qué palabras otras me mueven? ¿de dónde sacan eos pensamientos los temas que me recuerdan el mundo y llaman mi atención? ¿quién, quienes son las personas que ponen las fichas de discusión sobre el tapete? ¿cómo es que, luego de abrirse camino de entre la letrada multitud, llegan hasta mis oídos voces que demandan entendimiento y me muestran realidades y razones que a lo mejor me incumben pero hasta ese rato nada me decían? ¿de quién, de quienes son esas palabras que luego de su contacto, breve o detenido, dejan a indiferencia sofocada, a comodidad en aprietos, a ignorancia apabullada en trabado soliloquio?

Ruego no se incomoden con el desfile de preguntas que me han salido al paso. No salieron en valde. Antés valdrá la pena echar un vistazo a la lista que la Foreingn Policy acaba de poner en la red con los nombres de los, a su criterio, cien intectuales más influyentes en la opinión pública global, justamente los que ponen los temas de discusión sobre el tapete de la modernidad

De lengua castellana, forman parte de esta lista, apenas tres personas —un mexicano y dos peruanos—; de lengua portuguesa, un brasileño.

El que lo desee puede visitar el link y participar en la votación allí propuesta (máximo cinco votos). O si desea, sugerir nombres de intelectuales que considere importantes pero no constan en esta lista.

17.9.05

Esperando a Houellebecq

En cuestión libros y literatura hay una tradición alemana y, sobre todo, francesa, que no se da en la inglesa, italiana y española (habló sólo de los mercados de libros más movidos). Es la manera como, de año a año, las editoriales presentan al público sus novedades, la rentrée litteraire. Para este otoño, la novedad en francés y —cosa no tan extraña pues las literaturas saltan idiomas— en alemán, que más interés ha despertado, es el libro último de Michael Houellebecq, La posibilité d’une île, en librerías francesas desde el 31 de agosto pasado —en alemán desde el 22.

Desde julio se empezó a escribir insistentemente alrededor de esta novela de la que nadie podía asegurar apenas algo pues todos desconocían sus contenidos en detalle. Houellebecq es, hasta la fecha, el enfant terrible de las letras francesas más a la mano y mejor promocionado que conocemos. Los temas propuestos en su escritura, en sus entrevistas e intervenciones arremeten contra el paisaje de las sociedades ricas de occidente, el visible de espejismos y velocidad, el invisible de vaciedad, sin razón y aburrimiento. Desde hace una década, como en los buenos negocios, sus lectores no han dejado de crecer, sus libros de venderse por miles.

En la gira de promoción de su novela por el mercado de lengua alemana (esta vez declinó promocionarlo en Francia ), luego de visitar Colonia, estuvo el pasado miércoles en Zürich. No quise perderme la posibilidad de ver y escuchar al señor que tanta atención convoca y, puesto que admiro sus libros, poner en juego ese prejuicio que hace que identifiquemos obra y autor en una sola cosa.

La lectura la organizó el Literaturhaus de Zürich, sin embargo, ésta se llevo a cabo en el Kunsthaus. Llegamos allí a las 19.55, con las justas. Cuando ingresamos a la sala de lecturas, las 500 plazas que dispone estaban copadas (no nos sorprendió pues las entradas estuvieron agotadas hace ya dos semanas). No había sitio entonces en el que mujer y yo podamos tomar asiento. Sin embargo, una acomodadora que nos sorprendió titubeando con nuestro no saber qué, nos condujó hasta la tercera y cuarta fila, donde separadamente pudo encontranos un sitio para cada uno. Ni modo, allí nos quedamos quietitos, concientes de que a pesar del tiempo ajustado con el que vinimos habíamos encontrado buenas plazas, y, como todo el mundo, mirando la hora —eran ya las 20.10—, a la espera de que empezará la velada literaria (un retraso de diez minutos en lógica helvética es demasiado).

La directora del Literaturhaus hizó entonces su aparición, dió la bienvenida al público y recalcó la importancia del invitado de esta noche; al paso, adelantó opiniones sobre los contenidos de La posibilité d’une île, de la que luego su autor leería unos pocos fragmentos (Lichtemberg y Mollière se posaron en este discurso de terciopelo); al concluir su intervención de suave material, y como suele suceder en los podios televisivos al anunciar a un invitado, la señora, como las cámaras, condujó nuestra atención a la puerta por la que apararecería M.H (el público lo aguardaba con las palmas listas), pero, ¡oh sorpresa!, los segundos se congelaron y el invitado no apareció; apareció en su lugar otra persona, a decir que el autor no estaba listo aún o le retenía alguna cosa en los camerinos. Agilmente la presentadora empezó a pedir disculpas ... pero, felizmente, fue interrumpida inmediatamente por los aplausos del público.

Ahí estaba el hombre, irrumpió de sopetón, y se encaminaba ahora al estrado, con gesto dubitativo, frágil en apariencia y completamente desprovisto de la prestancia cosmopolita que los escritores profesionales, incluidos los tímidos, suelen lucir, mostrar y demostrar con sus maneras, tics y tricks de salón en este tipo de actos (¿o es que, en algunas personas, forma parte de la representación dejarse percibir como un retraído narcisista, que suple la falta de desenvoltura con una leve seda de atolondramiento?) . En la mesa le aguardaban Barbara Villiger Heilig, comentadora de teatro del Neue Zürcher Zeitung, encargada esta noche de guiar la conversación con el autor, y el actor Robert Hunger-Bühler, que sería el que leería los fragmentos escogidos en lengua alemana (un detalle: este actor, en la temporada teatral pasada, encarnó el papel protagónico, como Michael, en el montaje que se hizó en Zürich de Las partículas elementales). Luego de saludarlos protocolariamente, Michael Thomas, que es nombre con el que Houellebecq nació y creció, colocó sobre la mesa una funda plástica que contenía sus libros, su chaqueta en el espaldar de su silla, tomó asiento y dió inicio a la noche literaria —demasiado larga, al final incluso aburrida.

Para los asistentes que esperaban escuchar al Houellebecq irreverente y provocador que comentan a cada momento los periódicos y revistas esta noche habrá debido desencantarlos. Tres cigarrillos fumados en público, cuatro párrafos leídos por él en francés — su voz grave torna a las palabras en murmullos, a las oraciones en cadenas de fonemas incomprensibles—, cuatro fragmentos leídos en alemán, al final una conversación que nunca llegó a convertirse en tal cosa porque Frau Villiger Heilig no encontró el tono que hacía falta para que las palabras tomaran vida (¡oh Liechtenberg! ¡oh Mollière que bien haría que las palabras de ustedes posase algo de su chispa en las de esas inteligencias que se dejan leer bien pero no escuchar). No había vueltas que darle al asunto: la señora anfitriona desesperó con las respuestas puntuales y asépticas de un Houellbecq demasiado humano, demasiado topado por el aurea de sus personajes para andarse en correteadas de promoción de libros que exigen a sus autores más de lo que su letra, leída y tomada al pie, da. Los asistentes empezarón a abandonar la sala de a poco. La señora Villiger Heilig, entonces, con la prestancia que le hizo falta para halar de la lengua al provocador, dio por terminada la lectura. El autor desapareció por la puerta que entró. No hizo caso alguno a los fotografos. No firmó libro alguno, como de normal lo hacen sus colegas más famosos.

Por mi parte regresé a casa de buen ánimo. No esperaba más de lo que sucedió en esas dos horas y media. Regresé satisfecho con la impresión que Houellebecq me causó —ésta no anuló la admiración que tengo por sus libros— y, obra del azar, por haber sido un buen pretexto para encontrarme sin previa cita con un par de amigos que no había visto hace tiempo.


P.S.
Es famoso el perrito diminuto —un welsh corgie— que acompaña a todo lado al autor francés; como podrá suponerse de la lecturas de las palabras anteriores —pues no lo nombro—, este no dio que hablar en toda la noche. A los pies de su dueño aguantó el tiempo de la lectura sin ganas siquiera de irse a levantar su pata en alguna esquina del escenario.

7.9.05

Extremo y duro

Acabo de encontrarme con este texto del escritor barcelonés Juan Goytisolo. A este autor lo leo cuando se me cruza en el camino (y no ha dejado de hacerlo desde hace dos décadas). Sin buscarlos, sin planteármelos como objetivo de lectura, sus textos –novela, ensayo, artículos– siempre aparecen cuando menos uno se lo piensa – y con ellos, el tiempo que se requiere para leerlos se inventa a si mismo, en un abrir y cerrar de ojos.

De este autor me gusta no sólo su prosa de frases largas y su manera de ir por el mundo. Nunca he dejado de admirar su constelación de afectos, sus pasiones literarias (Jean Genet, Manuel Puig, Susan Sonntag) y las distancias con no pocos de sus colegas. En este texto está el eje de sus temas, de sus broncas y la manera como suele enfrentarlas. Vamos a ver que les parece.


El bien más precioso
JUAN GOYTISOLO

Quisiera exponer unas breves reflexiones acerca de los premios y de su incidencia en la vida literaria o artística del creador. Parto del principio de que una obra no será mejor ni peor por el hecho de obtenerlos. Autores hay que no cosecharon en vida laurel alguno y nos legaron una obra indemne por el paso del tiempo. Otros hay que acumularon medallas y recompensas a lo largo de su existencia y hoy apenas sabemos quiénes fueron ni qué escribieron, pues su obra no alcanzó a trascender la actualidad y desapareció con ella. Los primeros trabajaron en una soledad fecunda, sin preocuparse por el éxito y el reconocimiento. Evitaron la notoriedad fácil y el propósito de hacer carrera que identifican de inmediato a quienes por vanidad o afán de lucro se transforman en el pelota o trepa orgánicos al servicio del poder, del partido o la empresa. Los segundos, todos los conocemos, corren tras la celebridad, el poder, los fuegos de artificio de la gloria mediática. Son personajes, no personas. Quieren ser famosos, y con arte y paciencia en el manejo de las relaciones públicas, llegan a serlo. Tienen muchas tablas en eso de ganar palmas y de ascender en el escalafón. Si no logran el prestigio nacional, se aferran a la consecución del local. Aspiran a que, al fallecer, su nombre, y tal vez su estatua, figuren en las calles de su patria chica, conforme a un programado y patético anhelo de inmortalidad. Tal es su irrisorio destino.

Digo esto y a continuación me corrijo. Para abrirse paso en medio de tanta trapacería e ignorancia cerril, los jóvenes con talento necesitan el estímulo de los premios honestos, es decir, los no concedidos de antemano. Las leyes del feroz dios Mercado y esa terca inclinación nacional por la novela-refrito y la facilidad desastrosa de los versificadores de oficio conspiran para ahogar las voces críticas y los planteamientos individuales. La marea del producto editorial anega al texto literario. Cuando un joven creador me explica sus dificultades para encontrar editor, le respondo que si yo firmara Perico de los Palotes y enviara el manuscrito de Don Julián a los grandes consorcios de la industria del libro que acaparan hoy la casi totalidad del mercado, la novela sería con toda probabilidad rechazada y devuelta al remitente. A la censura política del franquismo sucede otra, más sutil y nefasta: la del supuesto "lector medio", alérgico a todo asomo de originalidad, que quiere más de lo mismo y se abastece para ello en los Kentucky Fried Chicken del producto prefabricado con miras al palmarés de los campeones de ventas. Tal es el ferial acotado. Los novelistas, poetas y artistas que, con una buena dosis de heroísmo, se esfuerzan en forjarse una lengua y un mundo propios viven extramuros. Son independientes, y esta independencia es el bien más precioso del que disponen. Conocen el dilema, expuesto por Antonio Saura de forma lapidaria: o hipo de la moda o moderna intensidad. La moderna intensidad circula a través de los tiempos. Ningún premio ni desdén la afectan. El escenario de los divos se apaga y los devora. Por eso la soledad del corredor de fondo será la apuesta mejor.

Me excusarán, para terminar, unas pocas palabras de índole personal. En mi juventud tuve la gran suerte de no conocer en España gloria alguna sino, como dijo un gacetillero del Régimen, la de "ser más conocido en las comisarías que en las librerías". Me despiojé, lavé y eduqué fuera. A pulso, día tras día, me consagré a la difícil conquista de la libertad política, social, artística y personal. Muerto Franco, asistí con alivio a la transición democrática que cuajó, tras las vicisitudes que ustedes conocen, en la Constitución de 1978; pero, como advertí pronto, este cambio feliz no fue acompañado con una transición similar en el ámbito de la cultura. La inercia del pasado fue más fuerte. El salto de un atraso y abandono seculares a la condición de "país de nuevos ricos, nuevos libres y nuevos europeos" se tradujo en la emergencia de una sociedad hipermoderna, admirable por su lozanía y empuje, pero incapaz de asumir los principios intelectuales y éticos que vertebraron la España republicana por la que combatieron nuestros compatriotas más íntegros y lúcidos en la Guerra Civil. Por dicha razón, he procurado mantenerme al margen del mundo oficial y de todo poder mediático. Sólo la regresión de Aznar al nacionalcatolicismo más obtuso y rancio me obligó a saltar a la arena política. Desde el 14-M respiro de nuevo y vuelvo a ser lo que soy: un simple ciudadano que se siente más seguro de sí mismo cuando es declarado persona non grata -como ocurrió aun en la pasada época, por mi defensa de los inmigrantes de El Ejido- que al recibir una recompensa, a todas luces digna, como la que otorgan, a mis compañeros y a mí, en el presente acto.

Me alegra, en cualquier caso, que el premio, el primero que a la edad de 74 añitos se me concede en España, sea el de la autonomía más pobre de la Península, pero que, a juzgar por las estadísticas, dispone de mayor número de bibliotecas y agencias de lectura y ofrece el mejor ejemplo de integración de los inmigrantes. Ello la honra, me honra y nos honra a todos los aquí reunidos. ¿Habrá que recordar las discriminaciones del pasado a los charnegos, maketos, extremeños, coreanos, murcianos y demás gente "de mal vivir" que evocaba Alfonso Sastre en Lumpen, marginación y jerigonza, o las que sufren los gitanos, sudacas, magrebíes o africanos en algunas zonas de la España admitida con honores en el Club de los Cresos? Lo barrido a las afueras me ha atraído siempre más que el centro lucido y pulcro, porque la verdad florece precisamente en los límites y costuras de la sociedad. Extremadura es un buen acechadero, desde aquí se avizora con mayor nitidez y distancia el forcejeo desaforado por el poder de quienes se vieron privados de él por una decisión soberana del pueblo y el penoso espectáculo de algunas autonomías ricas, pero insolidarias y gárrulas, incapaces de hallar un término medio entre la visión republicana de Azaña y el federalismo de Pi y Margall.

Para concluir. Al divulgarse la noticia del galardón, un amigo me dijo: "Tu obra es extrema y dura. El premio la ha nombrado". Creo que Julián Ríos no erraba: por esta relación entre el nombre y lo nombrado disfruto del privilegio de estar aquí entre ustedes.

Juan Goytisolo es escritor. Este artículo reproduce el texto leído por el autor el 6 de septiembre en la recepción del Premio Extremadura a la Creación a la Mejor Trayectoria de Autor Iberoamericano 2005.

Tomado de El País, de su edición del 7 de septiembre de 2005

4.9.05

Perro sin dueño

Esta semana, mientras fluía y tropezaba con mis asuntos, hábitos y compromisos; mientrás hacía lo que convino para resolverlos o ponerlos en el sitio que les corresponde, ví que, por debajo de la piel de craneo, me iban saliendo al paso, inesperadamente, imágenes, fotogramas, escenas del film que fuimos a ver el pasado sábado. No me salían recuerdos del film visto: se me aparecían, por debajo del cuero cabelludo, imágenes reales, realidades paridas por la ficción (como real es un verso de Paul Valery que me viene a los labios y altera con su sóla presencia lo que voy pensando).

Fuimos a ver este film, animados por el comentario admirativo pero también sigiloso que le dedicó Der Spiegel hace un par de semanas (sigiloso porque las palabras que allí se utilizarón para sugerirlo a los lectores se resisten a calificar la obra pero dejan ver la admiración que despertó en el reseñista)

Bombón. El Perro”, del cineasta argentino Carlos Sorín, resultó ser nó sólo la obra interesante que se apodera de la atención del espectador y no lo deja libre sino al encenderse las luces. La pélícula de Sorín logra ello y, bueno, también eso que vuelve entrañable a un poema, un cuadro, un artefacto de arte, un fragmento de realidad: legarnos su fantasma y ponerlo a caminar junto a uno sin que nuestra reflexión repare en ello sino hasta más tarde —cuando empiece finalmente a catalogar los atributos que la conforman.

Varios son los elemento originales que conforman esta historia con no-actores que sucede en la Patagonia. Pero no los voy a referir.

Al abandonar la diminuta sala en la que la están pasando, cada uno de nosotros —eramos tres— nos quedamos viendo las caras sonreidos y silenciosos. Era la media noche, mientras nos encaminabamos al auto y atravesamos el puente del Limmat, sólo de a poco empezaron a venir las palabras, de a poco la noche y las luces que la alumbraban empezaron a imponerse como realidades palpables; comenzamos entonces a repasar la satisfacción que esos 90 minutos humanísimos a los que habíamos asistido nos habían proporcionado.

P.S.
DE Sorín nada sabía hasta ahora; ha empezado sin embargo a interesarme —tomo al vuelo unas pocas de sus palabras para que le tomen el pulso:

«“Bombón. El perro” es una continuidad de mi film anterior ”Historias mínimas”, porque aquí vuelvo a trabajar con personajes simples, narrados en forma minimalista e interpretados por no-actores. Quizá hablar de personajes simples sea en sí mismo una simplificación. En realidad no hay personajes simples: el universo interior del más humilde campesino ecuatoriano es tan insondable como el de un profesor de filosofía. La diferencia está en que este último reflexiona y comunica mayormente a través de la palabra; y aquel, más elemental, a través de gestos y silencios. En cine siempre he preferido lo gestual a lo textual. Una mirada, un silencio, un pequeñísimo rictus adivinado en un primer plano, comunica con mayor contundencia que la retórica de la palabra. Y eso es lo que pasa con los personajes “simples”: hay que leerlos en los ojos. Pienso que es ahí donde el cine asume el gran legado de la pintura. La mirada abatida de Felipe IV en los últimos retratos realizados por Velázquez nos dice más de la tragedia de ese rey, que todos los volúmenes que pudieron haberse escrito sobre el tema.

Un abrazo ecuatoriano-mexicano

Por mero equilibrio es necesario contraponer pesos – para no dar un mal paso. Las relaciones diplomáticas de Ecuador y México están rotas de...