25.2.10

Bloomsbury

En el tren que nos lleva desde el aeropuerto de Heathrow hasta Russell Square veo a una chica hipnotizada por las páginas de un libro. Me sorprende pero no demasiado pues he alcanzado a reconocer la portada que muestra su título y el nombre del autor: se trata de la versión inglesa –hermosa– de „Los hombres que no amaban a las mujeres“ de Stieg Larsson. Me alegra haberla descubierto en ese gesto. Ella es para mí una desconocida total, un planeta de otra galaxia, pero sé, sin que ella lo sospeche una millonésima de segundo siquiera, que esta noche y los próximos días no podrá dormir del todo tranquila; no al menos hasta terminar la lectura de ese libro y los dos que conforman la Trilogía Millennium (pobre, quizá no sabe aún que para leer el tercer tomo „La reina en el palacio de las corrientes de aire“ deberá esperar hasta mayo 2010 – cosa extraña en lengua inglesa, esta vez desfazada con lo sucedido en la francesa, italiana, alemana, española y la larga lista de idiomas por los que se han desparramado ya, completamente, las vidas y milagros de Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist).

A la salida de la estación de Russell Square nos aguarda una garúa. Es leve, desistimos de los paraguas y nos enrumbamos por Marchmont Street hasta nuestro hotel, el Harlingford, a sólo 300 metros de donde acabamos de salir. Sé que estamos en el barrio que hiciera célebre Virginia Woolf a inicios del siglo pasado, el Bloomsbury, el mismo que diera nombre al grupo que ella, su hermana, otros intelectuales y artistas conformaran para sortear los pesados modos victorianos, para repensar y replantear las prácticas literarias y artísticas. Sé de antemano que parte importante de ese grupo fue John Maynar Keynes, economista (como pocos, atravezado, a lo mejor iluminado, por los discursos literarios y artísticos, por regla común, ajenos, o más bien opuestos a los profesionales de esta ciencia social de la que, sin mucho optimismo, también formo parte). Y se nos fue la tarde y la noche.


Pero hoy, luego de la visita obligada a la Tate modern (eso es otra historia) y el devaneo encantado por calles y buses, por negocios y la red subterranéa de trenes, regresamos de nuevo al hotel, a paso distraído, a pesar de la garúa. En el camino hemos pescado dos direcciones, sorpresas, sobre todo la una, que nos recuerda a la canción cantada por el Jefe, Daniel Santos „La escuela de la vida“.


Pues sí, sin que mujer o yo nos hubiésemos propuesto, „The School of Life“, ese interesantísimo proyecto desarrollado por Alain de Botton, imitado con razón en Zúrich por la gente del Magazin del Tagesanzeiger y el teatro Neuemarkt, comentado con detalle en las páginas del semanario „Die Zeit“, y hace poco en las de El País, está ubicado casí al frente de nuestro hotel, a 50 metros. Hemos pasado para visitarlo (a las 18.30) pero no pudimos ingresar pues el horario al público va hasta las 18.00 horas (pero dentro, en los salone de atrás, había actividad, se estaba llevando a cabo el seminario „How to make love last“). Pues ni modo, cambiamos de vereda y probamos a encontrar mesa en el restaurant que queda al frente, el Balfour. A mitad de la cena, al solicitar algo más de pan para las salsas, el mesero me responde en castellano; pactada en un segundo la confianza que da lengua, me pregunta que de donde vengo. Él es de origen italiano pero criado en Bogota a donde piensa regresar en tres o cuatro años. Al despedirnos le digo que volveremos mañana, a la hora del té o, mejor dicho, del tintico.

Salimos, ha escampado, pero no sabemos por cuanto tiempo. Antes de regresar de nuevo al hotel, caminamos tres cuadras, hasta Gordon Square, en busca del número 46. Es ya de noche, el parque que queda al frente apenas se deja distinguir. La llovizna vuelve. Sí, esa es la casa, el 46 de Gordon Square, donde vivieran por un tiempo Virginia Woolf y su hermana Vanessa Bell, donde, luego de comprarla, se pasara allí a vivir, hasta su muerte John Maynar Keynes, el economista cuyas teorías, si bien con las adaptaciones que exigen los tiempos necesariamente, estan de vuelta y sirven de apoyo, nuevamente, a la investigación económica – al menos para el corto plazo. Para el largo plazo, como él lo díria, no importa mucho pues todos estaremos muertos. YA volveremos por acá con la luz del día, digo a mujer y retomamos nuestros pasos rumbo al hotel.


P.S. En la sección deportiva de The Guardian de este día 24, viene una foto gigante de un efusivo Wayne Rooney extiendo sus brazos para abrazar a su colega Antonio Valencia, quien le agilitara el pase para el el primer gol del 3 a cero que propiciara al West Ham

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