15.3.05

GESCHWISTER TANNER

En base a la novela homónima de Robert Walser, Los hermanos Tanner. Adaptada y dirigida por Anna Viebrock, con Stefan Kurt y Bettina Stucky. En el Schiffbau de Zürich*



Me gusta el teatro. No sólo los escenarios y la puesta en escena de tal o cual obra, su juego de representación. No, con el solo nombre de teatro suele la imaginación ponerseme a danzar a su capricho. Ella sola, funde y confunde los minutos que fluyen sobre sí: retiene un parlamento de por acá, introduce un gesto de por alla, reagrupa imágenes de la memoria, ensarta brillos y estribillos, salta por el tiempo. Multiples elementos sin guíon. Su única cosa en común es el sitio que comparten, la visión que los cuenta. Por ello, sin proponermelo, cuando con la mujer nos enrumbamos hacia alguna función, los sentidos se aguzan anticipadamente y empiezan a ver los alrededores con lentes mentados, de espectador. Veo que me veo. Y me dejo cometer errores.

Las funciones suelen empezar ya en casa. Antes de abandonarla, los hijos, cuando no nos dan besos cariñosos de despedida, nos piden cuentas del cómo así sin ellos o, hasta qué hora va la cosa; sutilmente deslizan una compensación a su reclamo - una media hora más de tele, por ejemplo-. Si con apuro o no, en todo caso, nos vamos tranquilos, pues ellos se quedan bajo el cuidado de sus abuelos. No hay peligro de que se peguen una clavada muy larga en la pantalla. Tomamos a veces la autopista, otras la vía paralela al lago. En la ciudad el parqueadero es a veces un lío. Pero siempre hay uno.

Esas esperas de pocos minutos en las antesalas de los teatros me ponen de buen ánimo. Éstas han dejado en mí, a veces, imágenes más profundas que la obra misma a la que he asistido. Cada pueblo con sus representaciones; cada representación con su versión y con sus ritos: ver caras, fisonomías, poses, gestos pensados, rostros risueños, vivaces, pasados, pesados; ver la curiosidad en espera, las palabras danzando, comentando, llenandose de sí sin nada decir mientras los ojos se disparan por todas las direcciones. Los míos que miran y se ven mirar, los de algunos otros que me los encuentro en el camino. Y suena la segunda, la tercera campanada.


Esta vez las sillas no estaban numeradas y cada quien debía ajetrearse el puesto que en suerte le tocase: de entrada está todo dispuesto, alumbrado a medias: el escenario tiene dos niveles, el de arriba, libre como un patio interior, bordeado con un pasamanos antiguo y una habitación en un extremo que deja ver el resplandor de un foco. El nivel inferior con cuatro mesas de bar dispersas, una de oficina, otra de casa: es a la vez un bar, una oficina, un cuarto estrecho. En cada una de las mesas un hombre. Dos niveles, la esfera privada, la pública conectados por unas escaleras.

¿Qué sucede bajo estas paredes postizas? toca descifrarlo. Los dos personajes principales –Simón Tanner y Klara Agappaia- parecerían en los primeros minutos iniciar una acción e introducir una trama, un discurso. Pero no, las balas no van por ahí. Al poco rato, estos dos personajes, que a los otros apenas rozán -pues están como mera representación de la pesadez que transcurre-, más bien confrontan sus monologos al público, o quizá mejor destacado, a una tiniebla que parece estar interpuesta entre el público y los actores. No van bien de la cabeza podría uno pensar –eso se ve en el cuerpo, podría confirmarse-; rapidamente el espectador sabe que bajo estas paredes de cartón la palabra no será el centro; se la usa bien desde luego, la vemos, la seguimos pero nos damos cuenta rápido que no nos lleva a ningún lado: va de boca en boca, dislocada, dejandose escuchar pero en ningún momento dandose a entender.

Por lo visto -digo por lo escuchado hasta entonces- la palabra no es la puerta bajo estas paredes de cartón ¿cuál entonces? Pasada la hora y media una pareja de espectadores prefirieron tomar la puerta de las paredes de verdad y largarse; diez minutos después les siguieron tres muchachas (cuando las ví en el holl antes de la función, a pesar de no tener ese momento ni idea sobre el montaje, pensé que a ellas no les iba gustar: cuando las ví salir rápidamente, confirmando mi ojo, pensé que seguramente las entradas se las había regalado alguna abuela bien intencionada); a las dos horas, una pareja cincuentona, con similar agilidad, abandonaban la sala. Ellos, al menos, no se perdieron el desnudo masculino de cinco minutos que se manda Simon Tanner.

Si no hay acción en este montaje o si la acción entendida como tal ha cambiado de vehículo, de la palabra al cuadro, a la atmósfera, de la acción a la suspención, a una de sus formas entodo caso ¿qué puede significar esta cara metáfora de pesadez, impotencia, encierro y, finalmente, locura, donde la seducción brilla por su ausencia?

Creo que al teatro le es difícil prescindir del relato, de los movimientos generados por la palabra. Creo que lo que le sucede es algo similar a lo que pasa en poesía. La imagen poética queda bien en los poemas, a veces entre versos que los desdicen pero que por su sóla presencia en un verso bien puesto los convierte a todos, los fija. El discurso desgajado camina por poemas de varias tradiciones desde hace rato; el discurso roto por las novelas, la acción suspendida entre las tablas.

Inutil decir que la obra me fascinó. Inutil decir que me disgustó. Un rato me adormecí, otro me quedé en las nubes, pensando que a Robert Walser, de vivir, no le habrían podido meter en ese teatro ni secuestrándolo. Recuerdo una anecdota contada por Carl Selig: en una de sus conversaciones, Selig le sugirió a Walser que su obra iba a ser de suma importancia en el futuro; Walser entonces entró en cólera, le dijó más o menos, que no le tomase el pelo de esa forma si quería seguir siendo su amigo y que nunca más hiciera de él objeto de burla. Cuando el desnudo de Símon Tanner, recobré de nuevo mis cinco sentidos, para reirme de labios para adentro, otra vez imaginando: presumiblemente, se dice que Walser habría muerto virgén, como Enmanuel Kant. Se imaginan a un Walser en pepas.

No sabría calificar la obra. Parafraseando a una colega podría decir que me dejó igual de confundido, pero a un nivel superior -huelga decir, presumiblemente.



Una notita sobre la directora de la obra. La señora Anna Viebrock, junto a Stefanie Carp y Christoph Marthaler fueron hasta hace menos de un año los directores del Schuspielhaus de Zürich. Estuvieron al frente cuatro años, considerados de oro por la crítica y sus fieles seguidores. Se habla de esos años como la era del Welttheater in Zürich –pero sólo entre la crítica; para el público fue ello una especie de malentendido. Cuando Marthaler abandonó Zürich un amigo, él mismo director de teatro, me decía: es una pena para Zürich, pero a decir verdad, Marthaler se merece un mejor público.


*El Schiffbau es un edificio reconstruido para representar obras dramáticas -si quieren caóticas-. Si hubiese debido diseñarselo no habría sido posible hacerlo mejor. El edificio es el antiguo astillero de Zürich, salvado desde hace unos pocos años para los prescindibles menesteres del arte. Muchos años vivió abandonado, como un fantasma –un fantasma caro.

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